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México D.F. Domingo 4 de abril de 2004

Néstor de Buen

Aquel bravo deporte

No dudo ni un momento que quien lea este articulillo va a pensar que al autor se le ha botado la cabeza y que en medio de un torbellino político lo único que se le ocurre es escribir sobre futbol. Declaro solemnemente que precisamente por eso, porque empieza a pesarme este ambiente político tan deprimente y porque he recordado mis viejas aficiones de jugador regularcillo (no tan malo como portero, dicho sea de paso), de organizador de ligas y torneos -y nada menos que fundador de la Asociación de Futbol del Distrito Federal (lanzado a esos menesteres en mi condición de también fundador de lo que fue la "federación de futbol de jóvenes españoles")- y de asistente irregular a campos y estadios (lo que ya no hago) que he llegado a la triste conclusión de que no soporto los hábitos actuales de los jugadores profesionales ni del público. Y tampoco mucho de la famosa Federación Mexicana de Futbol.

Desde hace unos cuantos años el espectáculo, que veo en televisión, a veces me deprime. No soporto a los jugadores que entran a la cancha con una persignada de devoción discutible y que si meten un gol lo primero que hacen es quitarse la camiseta y correr como locos perseguidos con intenciones abrazadoras (y algún beso, dicho sea de paso) por sus entusiasmados colegas. Tampoco soporto, aunque últimamente ya no se ve tanto, que la celebración del gol se manifieste en el amontonamiento sobre el pasto, a veces sospechoso, de los jugadores del equipo sobre el autor, en una escena que merecería la descripción precisa de un escritor de novelas pornográficas.

Me molesta la conducta de las porras. Hoy la gracia es encuerarse más o menos mostrando gorduras intolerables o flacuras expresivas de necesidades alimenticias. Me revienta, por razones evidentes, que en un nacionalismo acomplejado, muy propio de nuestra eximia Constitución que también lo hace, se considere mexicanos de tercera a aquellos jugadores extranjeros que han definido su situación adoptando la nacionalidad mexicana.

Por supuesto que la Constitución hace lo mismo con notable entusiasmo, al exigir la nacionalidad de origen para puestos políticos interesantes, como son los de diputados, senadores y secretarios de Estado, o de particular responsabilidad, como los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, entre otras linduras. Hoy se rechaza que esos mexicanos "falsificados" (así los consideran) merezcan el honor de formar parte de la selección.

Dicho sea de paso, pero el tema se hace más notable en leyes orgánicas que exigen lo mismo para cualquier director de empresas descentralizadas o, lo que es peor, para ser miembro de los organismos más representativos (juntas de gobierno, consejos técnicos, direcciones generales de facultades e institutos en el caso de mi amada UNAM). Y en el estado de México -no sé si seguirá vigente- alguna ley orgánica exigía la nacionalidad mexicana de origen y el mismo requisito para los padres de cualquier aspirante a juez.

En los remotos tiempos en que empecé a ir al futbol, cuando tenía algunos pesillos para pagarme el boleto (que no era fácil que los tuviera) era la época preciosa del Atlante, del Necaxa de los 11 hermanos, del América -que era malito-, del Marte, de la Selección Jalisco, del España y del Asturias; si alguien metía un gol lo más probable era que el más entusiasta de sus compañeros le diera una palmadita en la espalda y a seguirle. Recuerdo los goles desde muy fuera del área con un balón para hombres, pesado en serio, que Isidro Lángara metía con frecuencia, o las jugadas geniales de Horacio Casarín y Octavio Vial.

Los duelos entre el España y el Asturias eran de fantasía. No faltaba el toque político porque los partidarios del España eran los antiguos residentes y del Asturias con preferencia eran los refugiados. Pero también unían sus aficiones y querencias cuando el combinado España-Asturias derrotaba a algún equipo argentino, húngaro o brasileño, cuando todo podía ocurrir. Y los campos del Necaxa y Asturias reventaban de entusiasmo con un notable olor a puro en las tribunas de sombra. Claro está que las porras españolas no tenían la gracia de los porristas de sol en el lado de enfrente.

Recuerdo una final entre España y Atlante que ganó, por supuesto, el España, con un centro delantero chaparro, cubano de nacionalidad y visiblemente español de origen: Tuñas, quien metió un par de goles desde lejos. También recuerdo a aquellos locutores que transmitían todo el partido: Cristino Lorenzo, Agustín Escopeta González, mi querido amigo Fernando Marcos y alguno más, maestros en el decir, cada uno con su estilo. Hoy, quizá por mi sordera no superada mecánicamente, no entiendo nada de lo que dicen los comentaristas multiplicados. šEran otros tiempos! Cuando la política valía la pena...

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