Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 8 de enero de 2003
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Cultura

Javier Aranda Luna

Salvador Elizondo o los límites de la escritura

Los caminos de la literatura, como los de la divinidad, son un misterio. Goethe se inspiró para escribir Fausto en la pintura de un bar de mala muerte; el eje de Madame Bovary, una de las grandes novelas de todos los tiempos, es la historia de una mujer tonta, y Truman Capote y Jorge Ibargüengoitia escribieron unos de sus mejores libros inspirados en la nota roja: A sangre fría y Las muertas.

Salvador Elizondo escribió Farabeuf o la crónica de un instante, para muchos su mejor novela, inspirado en el tratado sobre las mutilaciones que redactara el doctor Farabeuf. A Elizondo le impresionó, sobre todo, la meticulosa descripción que se hacía en ese texto de cirugía de los movimientos y usos de las manos.

Pero el misterio de Farabeuf no radica sólo en su origen. Esa novela esta formada con las propuestas cinematográficas planteadas por Sergei Eisenstein en sus escritos. Es decir: con el principio del montaje. Con esa técnica la proximidad de dos imágenes de cosas concretas puede crear, en el espectador, el surgimiento de una idea absolutamente abstracta. Así, la fotografía de un plato humeante de sopa junto a la del rostro de un hombre serio pueden crear, según Elizondo, la imagen del hambre.

Con esa técnica del montaje transcurre la novela Farabeuf. Por eso es la crónica de un instante. El tiempo, ante la proximidad de la muerte, crea otro tiempo: el del instante que se detiene. Allí el erotismo y el horror se confunden, los límites del placer y del dolor son inciertos, son imágenes de la misma naturaleza. La historia es conocida: los personajes del libro recrean un descuartizamiento, como los que aún se llevaban a cabo en la China de principios del siglo XX. Con esa historia que más que suceder parece mirarse, Elizondo logra que el lector se vuelva a plantear dos de los problemas perdurables: el de la experiencia del dolor y la cercanía de la muerte.

Es un lugar común decir que Farabeuf es una de las novelas más excéntricas de la literatura mexicana. No lo es señalar que, a diferencia de otras obras experimentales, no ha envejecido. Su estructura sigue asombrando a nuevos lectores; su temática, también.

Hace unos días, el pasado 19 de diciembre para ser exacto, Salvador Elizondo cumplió 70 años, razón suficiente para que el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes le rinda próximamente un homenaje.

Aunque no soy afecto a los homenajes -porque en general petrifican a las personas con centenares de adjetivos- reconozco que, bien armados, pueden despertar la curiosidad de nuevos lectores. Quizá por ello convendría montar su comedia Miscat o Ha llegado la señora marquesa, proyectar su inverosímil filme Apocalipsis 1900, hacer una edición facsimilar de su revista S.nob, invitarlo a leer algunas reflexiones, aforismos, descripciones, recuerdos de los más de cien cuadernos que ha escrito en años recientes o a analizar algunos de sus libros clásicos. Pienso, sobre todo, en el multicitado Farabeuf, así como en El hipogeo secreto, El grafógrafo y Elsinore, el libro preferido del propio Elizondo porque "todo lo que ocurre allí fue real" y porque logró convertir el lenguaje en uno de los protagonistas de la novela.

Salvador Elizondo no cree en la especialización de las artes; no, al menos, como forma de aislamiento. "La formación artística debe nutrirse por todas sus formas de expresión". Por eso su única película está armada con grabados del siglo XIX, que tomó de la revista Nature; Farabeuf fue escrita con técnicas cinematográficas y su melomanía y su gusto por la pintura que lo llevó a practicarla son de sobra conocidas. Ojalá que su homenaje anime la mesa de la cultura como anima Elizondo con su conversación la mesa con sus amigos.

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