Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 8 de enero de 2003
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Política

Luis Linares Zapata

Las culpas del modelo

La desigualdad social continúa su expansión por todo el subcontinente americano documentando el fracaso del modelo neoliberal. México es un caso señero de tal desgracia, pero Brasil aún liderea disparidades. Argentina, otrora una comunidad que se pensaba a sí misma incluida en el club de los desarrollados, ha reconocido la magnitud de su marginalidad y miseria con todo el pesar de las indignidades que tal realidad acarrea. O Perú, donde las divisiones se contaminan, como en el caso guatemalteco, ecuatoriano y en la convulsionada Bolivia, con la ingrata discriminación racial de hondas y no reconocidas realidades. De tales fenómenos sólo los necios e interesados tienen dudas. Basta observar o convivir con tan tremenda cotidianidad para testificar su existencia tan extendida como brutal.

Lo desconocido es que ese fenómeno sucede en casi todo el mundo, trátese de países en vías de desarrollo o de los pertenecientes al posdesarrollo. La mayor sorpresa aparece cuando se encuentran claros signos de desigualdades en economías y sistemas productivos, sociales y culturales como el de Francia, país que presume de haber logrado una sociedad igualitaria que bien podría ser el horizonte a imitar. Unos cuantos decenios de aplicar el modelo liberal tan en boga bastan para constatar sus devastadores efectos en la distribución del ingreso, en el deterioro en la calidad de vida de amplios sectores de franceses y en la cerrazón del horizonte de sus expectativas. Circunstancias que hoy se presentan como problemas similares en casi todas las naciones europeas pertenecientes a la comunidad que han formado.

El fracaso del modelo neoliberal que han pregonado el Banco Mundial y sus subsidiarias multilaterales (FMI) no sólo se puede observar en México, Zambia o Venezuela, que siempre han padecido de esas lacras y miserias. Ahora, una de sus versiones más conflictivas se revela en países avanzados que gozan de tal prestigio que si se examinaran en detalle asombrarían a sus múltiples detractores surgidos por todos los rincones.

Francia va dejando de ser una sociedad igualitaria a pasos agigantados para fabricar contingentes cada vez más amplios de pobres. En los años de neoliberalismo, ha dejado la senda de la igualdad para embarcarse en un proceso de disparidades que, a medida que avanza, asombra a sus propios ciudadanos, críticos y rectores. La razón de tal fenómeno parece residir en las reformas en materia de trabajo, política financiera empleada (fiscal y monetaria), en el envejecimiento de su población y en la creciente incorporación de la mujer al mercado laboral, lo que ha traído en consecuencia el abaratamiento de la fuerza laboral y ha hecho más precaria su estabilidad. Con las suplencias y el trabajo por horas la permanencia se ha vuelto más insegura y menos remunerada.

Muy a pesar de que Francia invierte 30 por ciento del PIB, la parte sustancial de su gigantesco presupuesto nacional, en políticas de seguridad social aplicadas en 10 años, no ha podido solucionar el problema de las desigualdades y menos aún el de la pobreza. Por el contrario, ambas plagas han aumentado. Y es mucho decir, dadas las enormes cantidades de recursos que supone la proporción mencionada. Se habla de 30 por ciento del PIB de una de las mayores economías del mundo, que hasta hace poco presumía, y casi todos le concedían el mérito, de conformar un Estado de auténtico bienestar.

La conclusión del caso francés es ejemplar. No importa cuántos recursos destine el gobierno a combatir las desigualdades entre individuos, grupos o regiones para incrementar las oportunidades de desarrollo de los ciudadanos o para disminuir los bolsones crecientes de miseria: lo crucial es el conjunto de políticas y prácticas, inducidas o no, que van formando y condicionan la realidad económica de todos los días.

Otra de las variables que influyen en el ensanchamiento de las disparidades sociales está conectada con la globalidad y la manera e intensidad con la que individuos, grupos o empresas se adaptan a ella. En Francia un conjunto de sus habitantes se ha beneficiado de tal circunstancia, pero otro, muy numeroso, ha quedado al margen de sus beneficios. Y esto ha sucedido considerando el nivel educativo del grueso de su población. Obreros y agricultores, por ejemplo, han decrecido en número y en su manera de apropiarse de una tajada del pastel económico. De 8.3 millones de obreros en 1975 han quedado 7.1 millones, es decir, 27 por ciento del total de la población económicamente activa. Los agricultores pasaron en el mismo periodo de 1.8 por ciento a 0.6 por ciento. Los grandes ganadores de la feria fueron los empleados, que llegan a ser 7.8 por ciento desde 5.3 por ciento; los cuadros de profesiones intermedias (de 3.6 por ciento a 5.8) o los de profesiones intelectuales y superiores, que pasaron de 0.8 por ciento a 3.2. Pero lo que más cuenta para medir el avance en la calidad de vida son las tasas de mortalidad, que en el caso de los obreros y empleados son cuatro veces mayores que la de los cuadros superiores y los de profesiones liberales. Evidente desigualdad que crece conforme pasan los años.

A medida que estos números, crudos y chocantes, se revelan ante la mirada de los votantes y, por lo tanto, se espera que lleguen hasta los tomadores de decisión de los distintos pueblos, muchos de los problemas irán marcando la agenda política y electoral de las naciones. Mientras tanto, sucesos colectivos como lo que se dan en Venezuela, la desesperanza argentina o la renovación de un horizonte esperanzador en Brasil y las tensiones crecientes entre las clases en Europa formarán el panorama donde la crítica habrá de concentrase para buscar un nuevo y justiciero modelo de desarrollo que sustituya al actual por ineficiente y cruel.

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