Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 5 de agosto de 2002
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Política

Javier Wimer

El Papa y sus altares

La visita del Papa fue admirable y patética. Admirable porque encarnó un triunfo de la voluntad sobre las miserias del cuerpo y patética porque este cuerpo se dobla, se tuerce, se hace pequeño, se rebela, en suma, para no ser usado. Admirable porque fue símbolo de una misión que se extiende hasta la frontera misma de la muerte y patética porque está destinada a extraviarse en los laberintos del tiempo.

El Papa es un hombre inteligente y carismático pero, como hijo predilecto del clero polaco, es también un conservador obcecado. Llega al final de sus días con una impresionante suma de triunfos y parece natural, entonces, que dichos triunfos alienten su confianza en sí mismo, en su fe religiosa y en su misión evangelizadora.

Pero visto el caso desde el exterior, resulta muy pesado el lastre de sus prejuicios y obsesiones, de una visión del mundo que incluye anacronismos tan flagrantes como sostener la existencia individual del diablo, la inferioridad natural de la mujer o la regulación providencial de la demografía. Con este bagaje a cuestas, el Papa se convierte, aun sin querer, en el heraldo de una moral y de una política rebasadas por la historia.

Llegó a México con estos aires y montado en un rocinante medieval para canonizar a un personaje de dudosa existencia histórica, pero útil para iniciar una nueva evangelización de los indios. Nueva pero construida con materiales del siglo xvi, con indios que aún puedan reconocerse en la humildad de Juan Diego, con sacerdotes y obispos sin inclinaciones progresistas.

Como espectáculo, como maniobra mediática y política, la visita fue un éxito rotundo. Millones de personas participaron activa o pasivamente en recorridos, misas y celebraciones. El Papa superestrella vino a impulsar el ascenso de una celebridad local y el pueblo todo -de suyo ruidoso, gritón, devoto y patriotero- se unió en una fiesta de proporciones faraónicas. Todos cabían en la foto multitudinaria y todos tendrán un recuerdo personal de esta visita. Muchos salieron ganando y pocos perdiendo.

Pero el éxito de la fiesta no legitimó ni sus objetivos ni los medios utilizados para organizarla. El arzobispo Norberto Rivera y la facción que representa lograron venderle al Papa y a la curia romana la idea de convertir a un personaje de leyenda piadosa en un hombre de carne y hueso, de fabricar a un santo étnico como instrumento de evangelización. Para el logro de este propósito, el arzobispo utilizó todo su poder sin ningún escrúpulo: desdeñó la autoridad y la colaboración de las mayores autoridades en historia guadalupana, conformó la comisión investigadora con sacerdotes de su partido, publicó un libro tan sermonioso como prescindible, alentó una campaña de odio contra sus opositores, y anticipó, con un montaje profético, la canonización de Juan Diego.

Más allá de las ventajas obtenidas por la derecha eclesiástica, aquí y en Roma, salió maltratada la seriedad y la credibilidad de una institución que invoca la verdad como fundamento de su existencia y que es capaz de canonizar, en pleno siglo xxi, a un personaje espectral como el San Jorge Matadragones de los ingleses o el Santiago Matamoros de los españoles. Sería suficiente que el Papa se hubiera tomado el trabajo de leer la carta que en 1883 dirigió el historiador católico García Icazbalceta al arzobispo Labastida para que supiera las razones por las cuales no se aceptó entonces la existencia histórica de Juan Diego ni su candidatura a la santidad. Mismas razones que un grupo de sacerdotes ilustrados comunicó el año pasado al secretario del Vaticano para solicitar el abandono de la causa.

Sin embargo, no fue la desinformación la causa básica del decreto del Papa. Tampoco fue su debilidad frente al poder de la burocracia vaticana, sino la concreción de una ética del absolutismo que considera lícito sacrificar en el altar de la gran verdad a las pequeñas verdades humanas y, en este caso, extender un certificado de vida y de santidad a un indio de auto sacramental para incorporarlo a una obra de mayor importancia.

Este planteamiento suscita varios problemas. Uno es saber si es legítimo eliminar la verdad por orden superior. Otro consiste en decidir si una conveniencia religiosa o política justifica, no el respeto o aprovechamiento de un mito, sino la creación de una impostura. Otro más es considerar si tienen validez moral y viabilidad las campañas de conversión ideológica que se proponen en términos convencionales.

La visión que el Papa y gran parte de la jerarquía católica tienen del tema indígena es esencialmente eurocéntrica, criolla y conservadora. Por eso les conviene colocar al dúctil Juan Diego como eje de este discurso, de esta línea política y de este viaje. No alcanzarán la misma popularidad los beatos indígenas que fueron sacrificados por delatores, cuyo ascenso a los altares no cuadra con estas celebraciones.

La evangelización como método compulsivo de asimilación cultural es objetable, como bien señalaron -desde distintas épocas y posiciones- Las Casas, Montesquieu y Herder; pero ahora resulta sencillamente inviable por la conciencia que la sociedad tiene del problema y por la que tienen los pueblos indios de sus intereses y derechos. Tratar de repetir ahora una evangelización concebida en términos medievales es una empresa condenada al fracaso. Ya pasaron los buenos tiempos del subhombre, del buen salvaje americano o del indio como curiosidad antropológica, y ya no se pueden hacer proyectos sobre los indígenas sin la participación de los indígenas. Sólo podrán funcionar los planteamientos religiosos, políticos o económicos que sean incorporables a su propia manera de entender el mundo.

Si, como supongo, el viaje del Papa y la exaltación de Juan Diego tuvieron como original propósito utilizar al nuevo santo como instrumento de una evangelización tradicional, es tiempo de cambiar de rumbo para que este proyecto no se confunda ni se extinga con la fiesta popular.

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