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Política

2023-09-09 06:00

La tumba sin nombre

Periódico La Jornada
sábado 09 de septiembre de 2023 , p. 10

El 27 de junio de 1955 desembarcó en Chile el fundamentalismo del mercado al que hoy llamamos neoliberalismo y que ha sobrevivido a la dictadura de Pinochet y sucesivos gobiernos de derecha e izquierda. En ese entonces se llamaba “monetarismo”, veía la inflación como su principal problema a resolver, y creía que las regulaciones del Estado eran un obstáculo. Es la verdadera dictadura de Chile. La llevó el jefe del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, Theodore Schultz, a sus contrapartes en la Universidad Católica. Se le asignaron dos acompañantes: los alumnos de quinto año, Sergio de Castro y Ernesto Fontaine, quienes tras el asesinato de Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973, hace casi medio siglo, le servirían al dictador Augusto Pinochet para implementar un “plan de shock” para que los privados, nacionales y extranjeros, expropiaran bienes nacionales, explotaran sin regulación la fuerza de trabajo, y pagaran menos impuestos. El Plan Chile era la propuesta de la Universidad Chicago al llamado que había hecho el presidente Truman a inicios de la década de los años 50 para buscar una forma de reducir la pobreza de América Latina para que sus pueblos no tuvieran la “tentación del socialismo”. Auspiciados por Nelson Rockefeller, los académicos concluyeron que su objetivo no eran los campesinos latinoamericanos, sino sus estudiantes de economía. Reorientaron sus baterías de los fertilizantes y la educación agrícola a la reforma del pensamiento económico de la élite que tomaría decisiones.

Con becas pagadas por Rockefeller, en un inicio, pero, luego, por Ford, Atlas y Guggenheim, fueron aleccionados por Milton Friedman en mercados, precios, desregulación, y lucha contra los sindicatos: uno de ellos, de Castro, a lo largo de toda la dictadura de Pinochet, y otro, Carlos Massad, un militante de la Democracia Cristiana, en el Banco Central y, después de la dictadura, con Patricio Aylwin. Ahí es donde estriba la duración del neoliberalismo en América Latina: se crean discípulos, planes de estudio, y toda una ideología de ser “la ciencia económica”, que es “técnica” y no depende de la ideología. Fundaron instituciones pro-libre mercado en Chile como el Centro de Estudios Públicos, cuyo mentor fue Friedrich Hayek. Cuando en 1982, Hayek le escribe a Margaret Thatcher para que adopte “la ruta chilena” –que incluía como “regulación del Estado” el salario mínimo que distorsionaba el libre mercado–, la primera ministra matiza un poco su propuesta: “Con el sistema democrático británico algunas de las medidas serían simplemente inaceptables”.

Pero los llamados Chicago Boys, en su gran mayoría, se instruyeron en cursos de dos años y no obtuvieron sus doctorados, pues no se trataba de que dominaran los temas, sino de que aplicaran una ideología, que fueran dogmáticos con su implementación aprovechando que había una dictadura que desaparecía opositores, reprimía sindicatos y movimientos sociales, y podía avanzar durante décadas a ver si se reducía la pobreza, como sostenían sus enuncian-tes de Chicago. Lo que sucedió fue, como sabemos, un aumento de la desigualdad y una clase media que, si bien vivía mejor, estaba permanentemente endeudada con la educación, la salud, y las pensiones. Lo otro que se evidenció: que la llamada “libertad económica” no requería de la libertad política; que el mercado de las corporaciones y monopolios no se veía afectado si no había elecciones libres. Esto se debe a que el experimento fallido de que, si se desarrollaba la competencia económica sin regulaciones del Estado, ésta generaría, a la larga, riqueza para los trabajadores, necesitaba tiempo: no se sabía con certeza si sucedería y cuándo. Así que una dictadura, sin los vaivenes de los resultados democráticos, era mejor parael programa neoliberal. Sin embargo, se escondió el tema chileno y se puso la luz sobre Europa del Este que entraba, aparentemente en los 90, a tener sufragios y demanda de consumo. Como sa-bemos, también ahí generó desigualdades graves y, a mediano plazo, inestabi-lidad política. Si miramos el caso mexi-cano, el programa de acumulación privada de bienes públicos fue implementado con un Partido Único que practicaba fraudes electorales con la complicidad de los medios de comunicación, la Iglesia Católica, las mafias intelectuales, y las instituciones judiciales.

Ahora que se conmemoran 50 años del golpe militar contra Salvador Allende, vale la pena pensar que, sin esa dictadura, las llamadas “políticas de ajuste” del Fondo Monetario Internacional no habrían tenido un experimento en vivo que presentar para convencer a los países de que la inflación era un problema monetario, de que el salario y el tipo de cambio deberían ser fluctuantes, y que reducir al Estado “saneaba” las economías. El neoliberalismo, como escribe Daniel Steadman Jones fue “una lucha de clases en la que ganó el capital financiero”.

En Chile, la dictadura neoliberal tuvo tres mutaciones, como observa Sebastián Edwards: de 1973 a 1982, el “plan de shock” no bajó la inflación ni generó crecimiento; de 1984 a 1990, cuando se liberalizó todo y se entró a la economía de exportación global, y la tercera fue cuando se había restablecido la democracia y que Edwards llama “neoliberalismo incluyente”; es decir, dejando que el mercado distribuyera los programas sociales. La Democracia Cristiana lo implementó y los socialistas Lagos y Bachelet no lo cambiaron de fondo. Es hasta que Gabriel Boric es electo, tras la rebelión estudiantil de 2019, que se anuncia: “la cuna del neoliberalismo será su tumba”. Pero todavía una mayoría no comparte ese objetivo. En muchos países latinoamericanos hay tumbas para el neoliberalismo, pero en Chile sigue aún sin tener nombre.

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