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Política

2023-08-05 06:00

La intolerable indiferencia de la Europa central

Periódico La Jornada
sábado 05 de agosto de 2023 , p. 17

Que la literatura tenga un poder enorme es algo esperanzador y en sí mismo digno de aplaudir, salvo, por supuesto, las veces que esto pueda ser una fuente de problemas. Cuando en 1983 Milan Kundera −fallecido hace unas semanas− escribía su famoso ensayo Un occidente secuestrado. La tragedia de la Europa Central (1983), y mediante pura fuerza de la narrativa creaba todo un nuevo mapa y concepto de la región, nadie –su autor incluido− se hubiera imaginado el dolor de cabeza que su visión nos estaría dando décadas más tarde. Para él, la Europa Central –Polonia, Checoslovaquia, Hungría– era “el Occidente secuestrado por el Oriente”. Al igual que Austria, estos países nunca han sido parte de Europa del Este ni de la cultura bizantina dominada por Rusia. En cambio, eran parte de “la gran aventura de la civilización occidental”, con su gótico, renacimiento o reforma. En Europa Central, la cultura moderna, subrayaba Kundera, encontró sus mayores impulsos: sicoanálisis, estructuralismo, dodecafonía. La música de Bartók o Janáček. La novela nueva: Kafka, Musil, Broch, Gombrowicz. Si desde 1945 la región estaba bajo el dominio de la URSS, era no sólo en contra de su voluntad, sino su “verdadera naturaleza” y su “código cultural particular”. A pesar de que su Europa central era una región en gran parte imaginada, el propósito parecía noble. Pero el argumento “identitario” y “civilizatorio” a favor de su singularidad y su liberación del yugo foráneo acabó siendo un legado envenenado. Un huevo de la serpiente.

Allí, donde Kundera hablaba de cómo “la civilización totalitaria soviética” −en sí misma, “una radical negación del Occidente moderno”−, amenazaba a “la civilización occidental centroeuropea”, hoy la extrema derecha populista en Polonia o Hungría cambia “soviética” por “musulmana” y sigue hablando básicamente con el mismo lenguaje en sus alegatos xenófobos en contra de los refugiados que “invaden a la región”, “ponen en peligro su identidad cristiana” y “quieren secuestrar nuestra civilización”. En este sentido, los populistas −o los “posfascistas”, como quería Gáspár Miklós Tamás− centroeuropeos son los precursores de la ola xenófoba que tiene dominado también al propio Occidente, donde las extremas derechas −en Francia, Italia o España− luchan sin cesar “por la sobrevivencia de su civilización”. En Europa Central, los conceptos que por años formaban parte del vocabulario de la resistencia antisoviética primero mutaron fluidamente en islamofobia y luego de regreso: la invasión rusa a Ucrania, a ojos de muchos, confirmó todas las advertencias de Kundera sobre la “voracidad de Rusia” y de que la “amenaza siempre estaba allí”, convirtiéndolo en una suerte de “profeta”.

Unas décadas después de que en la región la consigna principal era la “solidaridad”, reinaron el egoísmo y la indiferencia a la suerte de los más desfavorecidos: los migrantes y los refugiados. Los llamados unánimes a derribar los muros fueron sustituidos por las voces de erigir los nuevos, que venían incluso de las mismas bocas que antes denunciaban el Muro de Berlín por “tenernos secuestrados del lado malo de la historia”. La xenofobia consumió al escritor húngaro György Konrád, un ex disidente y uno de los principales apóstoles de la “Europa abierta kunderiana” y al Premio Nobel de Literatura húngaro (2002), Imre Kértesz, quien alertaba sobre “los peligros de la islamización del continente mediante la migración”. Incluso, la eminente filósofa Agnés Heller, en la misma clave de preocupaciones de la extrema derecha −de la que ella no era ninguna partidaria−, apuntaba a los peligros del “totalitarismo islamista”, el lenguaje sacado tal cual de Kundera y sólo actualizado para el presente. Y si últimamente la guerra en Ucrania dio a los centroeuropeos de nuevo chance ser “solidarios”, su empatía tenía destinatarios muy particulares y las puertas de la región se abrieron sólo a un tipo de refugiados (blancos y cristianos).

Regresando al poder de la literatura, es de alguna manera consolador que en los últimos años una de las principales villanas del gobierno ultraconservador y antiinmigrante de Ley y Justicia (PiS) en Polonia sea Olga Tokarczuk, una eminente escritora, Premio Nobel de Literatura de 2018. No sólo por sus críticas al régimen autoritario de PiS, sino también por ir excavando las historias heterodoxas e incómodas del pasado plurirreligioso, multiétnico y multilingüe de Polonia, que contradicen la narrativa oficialista de “pureza nacional” (véase: Los libros de Jacobo o Los corredores). En tiempos de la primacía de la etnicidad, del identitarismo y de la represión migratoria en Europa Central no es difícil de ver cómo estas visiones −que constituyen a la vez un necesario reemplazo a la narrativa kunderiana que trae potencialidad de fomentar el rencor y el racismo−, resulten “herejes”.

Para su defensa, al formular sus alegatos civilizatorios a fin de arrancar la Europa Central de la zona soviética, Kundera no podía prever cómo la cultura se volvería hoy el principal vehículo para las políticas de odio. Igual ya en los años 80 sus argumentos no sonaban muy progresistas, pero tampoco eran tan hardcore como sus versiones pregonadas por otros escritores centroeuropeos como Czesław Miłosz, otro Premio Nobel de Literatura polaco (1980). Tampoco sabía que sus preciadas “naciones pequeñas” las estarían usando para convertirse en reaccionarios nidos de egoísmo, particularismo cultural e indiferencia. Desde luego, no era la liberación que él tenía en mente.

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