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Política

2023-07-12 07:24

"Recibían" a 'trans' con violaciones tumultuarias en sótanos de Tlaxcoaque

Aspecto de los separos ubicados en el sótano de la extinta División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, adonde trasladaban a las mujeres ‘trans’ detenidas en redadas durante los años 70 y 80.
Aspecto de los separos ubicados en el sótano de la extinta División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, adonde trasladaban a las mujeres ‘trans’ detenidas en redadas durante los años 70 y 80. Alfredo Domínguez

La llamada “policía secreta” del antiguo Distrito Federal realizaba redadas en los años setenta y ochenta para levantar en las calles a mujeres trans y llevarlas a los separos de la División de Investigación para la Prevención del Delito (DIPD) en los sótanos de Tlaxcoaque. Algunas ejercían el trabajo sexual. Otras no; eran muchachas muy jóvenes que simplemente empezaban a manifestar su identidad.

Después de las razias, las julias bajaban por la rampa que lleva al estacionamiento subterráneo de la entonces DIPD y, antes de remitir a las detenidas, las llevaban al fondo más oscuro y ahí, a modo de “recibimiento”, las sometían a violaciones tumultuarias. Era la rutina, una especie de antesala de la pesadilla que les esperaba una vez que atravesaran la puerta metálica que llevaba al área de registro, las oficinas y al interminable laberinto de salas de tortura, pasillos y celdas bajo tierra.

Son decenas de mujeres trans que han acudido a las sesiones de testimoniales que recaban los abogados del Mecanismo para el Esclarecimiento Histórico. En este proceso se perfiló un dato que no se esperaba: fueron ellas, las trans, las que se cuentan en mayor número como víctimas de Tlaxcoaque, entre los miles de víctimas de la represión contrainsurgente, la persecución de las disidencias de los movimientos populares, estudiantiles o contraculturas juveniles.

En lo que se ha llamado “las violencias invisibles del Estado”, se castigó, abusó y atropelló a población LGTBI, niños de la calle, trabajadoras sexuales, mendigos e incluso vendedores ambulantes y farderas. Pero sobre todo y con especial saña, a las trans. Eran operaciones de limpieza social que en las altas esferas de la sociedad conservadora se veían con buenos ojos. Esos policías eran guardianes de “la moral y las buenas costumbres”.

Junto con el trabajo de recopilación de testimoniales para la verdad y el esclarecimiento, han presentado sus demandas de hechos en el bunker de la Fiscalía General y desde hace dos años reciben acompañamiento sicológico. Al menos formalmente, el expediente está abierto y la averiguación judicial está en marcha.

Tres mujeres de la tercera edad comparten con La Jornada sus testimonios sobre la naturaleza criminal de la policía capitalina en los años setenta. Siempre acuden elegantemente ataviadas y maquilladas a las citas.

Gaby Elliot, La Piolina

A Gaby Elliot –el nombre legal que adoptó después de su transición es Gabriela María Estrada—la llevaron por primera vez a Tlaxcoaque cuando tenía 15 años. “En mi primera caída estuve un mes y quince días. Me sacaron, duré afuera un día y volví a caer. Me pasé casi todos los años de mi adolescencia en cárceles, desde el Tribunal de Menores hasta Lecumberri”.

Su vida en la calle empezó antes. “De los seis a los siete años fui víctima de violación en mi propia casa. Yo ya me sabía niña. A los diez me fui a la calle y fui víctima de prostitución infantil”. Le llamaban –cuenta—La Piolina y después de mucho rogar la aceptaron como parte de un grupo de chiquillos a los que vestían con trajes de gala, pelucas pixie y tacones y los llevaban a una casa de citas en Polanco. “Con tan mala suerte que en mi primer día de ese trabajo cayó una redada y me llevaron a Tlaxcoaque”.

Su relato coincide con los de las demás: luego de la violación tumultuaria por parte de los policías, que aseguraban que así los volverían a hacer “hombrecitos”, seguían los días de reclusión llenos de violencia, vejámenes y aislamiento. Cuando ya iban a quedar libres, refieren que de noche las llevaban a la glorieta de La Diana o al Parque México, las forzaban a desnudarse y meterse a las fuentes y las golpeaban. Terminaban con las manos destrozadas, porque sus torturadores se empeñaban en darles macanazos en los genitales y ellas se cubrían. Así hasta que lograban huir. Hasta su siguiente captura.

Las cárceles, las torturas y las humillaciones “me volvieron mas fuerte; me obligaron a ser una dama, aunque hice la calle, fue cabaretera y viví de noche. No me avergüenzo de nada. En Lecumberri, donde siempre estuve en la sección de mujeres, terminé mi secundaria y me eduqué. De la calle saqué el dinero para mis hormonas. Y a los 28 años pagué mi transición, una vaginoplastia, que es una operación muy dolorosa y cara. Debuté con dos vestiditos muy monos que me compré en la Carpa Olimpia y bailé al lado de Cleopatra, la Xtabay y Rose Lamarque en el Teatro Iris. Tuve una pareja brutal que me golpeaba y me padroteaba. Pero finalmente logré salir de todo eso”.

“Entré a trabajar, como mi mamá, en las cocinas del Hospital General y ahí duré hasta que me pude pensionar. Me costó dejar la noche, los oropeles, la marihuana, las constantes intoxicaciones. Pero siempre me sentí muy señora”. Tiene 66 años.

En su lucha por visibilizar la dignidad de la población trans ella se considera pionera, junto con sus amigas. “Y lo hacemos para que las nuevas chicas tengan libre el camino, para que no pasen por lo que nosotros sufrimos en esos años de maldad y represión. Y lo hacemos también por las muchas compañeras que murieron ahí, o las desaparecieron”.

Antonella y el casco de cristal

Ya para 1980, Antonella Rubens (Catalina Paz es el nombre con el que figura en el registro después de hacer su transición) era una vedette muy conocida y cotizada. Su fino rostro, totalmente femenino, salía en las portadas de la farándula. Tenía un contrato para una sesión de modelaje para el programa In the radio, que se grababa en el Hotel Continental. Pero en la víspera del gran evento la policía capitalina la detuvo, sin motivo, y la encerró en Tlaxcoaque.

De todas las vejaciones sufridas, la que recuerda con mayor amargura y dejó mas herida fue la pérdida de su cabellera. “Yo no me rapé. Me lo hizo el gobierno de México y no tenía ningún derecho a hacerlo”.

Cuando salió de esa prisión, sin cabello, la empresa que organizaba la sesión de modelaje le mandó a hacer un casco de cristal. El evento, con la estrella vestida con un estilo “futurista”, fue un éxito. Y Antonella, resiliente, usó unos turbantes “con los que me veía guapísima” hasta que creció el pelo.

Esa no fue su primera, ni su última caída en los sótanos de la DIPD. “Conocí ese infierno de Tlaxcoaque cuando era estudiante y no sabía nada, ni tenía idea de lo que era ser una vestida. Lo único que hacía es que me dejaba mi pelito medio largo y usaba la ropa que a mi me gustaba, diferente a los demás chicos. Ese primer encierro me desgració la vida. Después de tanta humillación ahí adentro, totalmente aislada, cuando salí mi familia me corrió de la casa. Te lo buscaste, me dijeron”.

El resto de su juventud, entre su trabajo en las esquinas y sus éxitos en los centros nocturnos, la pasó entre el acoso de patrulleros y madrinas, redadas y razias y entradas y salidas de ese sitio de pesadilla.

“Pero me fui abriendo camino. Me fui a Estados Unidos, donde tienen otra mentalidad con las trans. Regresé con nuevas ideas, tomé clasecitas de baile y me metí al espectáculo. Ya hecha mi transición, fui a pedir trabajo a Le Petit. Bastó que me quitara el abrigo para que me dieran un papel. Empecé abriendo la variedad terminé como figura principal”.

Esa vida fue quedando atrás con los años. En la ANDA consiguió una plaza de secretaria, que desempeña hasta la fecha. Lo que no quedó atrás fue el miedo a ser violentada por ser quien era; el terror al estigma que pesa sobre la comunidad trans. Antonella nunca le contó a nadie, mucho menos a una institución del Estado, que había nacido varón. Fue en el marco de las actividades del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico cuando pudo, al fin, contar su verdad.

Emma Yessica Dovali, sola contra el sistema

Siempre con sombreros y tacones altísimos, el maquillaje de Emma Yessica define el rostro que ella decide tener. Con su ingreso a Tlaxcoaque en 1978, cuando ya había probado ponerse una faldita y calcetas y había decidido no quitarse jamás la ropa de mujer que la hacía sentir plena, “pagué la factura que me cobró el sistema patriarcal por ser una destructora de lo impuesto”.

Junto con otra colega, Terry Holiday, ha iniciado un proyecto autogestivo, Archivo de la Memoria Trans México. Y es, de alguna manera, el motor que mueve a muchas mujeres como ella a participar en el proceso de dignificar su historia y aportar sus relatos para la construcción de un sitio de memoria; ahí, donde fue un sitio de castigo para ellas.

“Fuimos borrachas y putas. Y somos damas, abuelas, sostenemos a nuestras familias. Somos grandes señoras porque desafiamos y superamos un sistema y una religión hetero-norma que dictaba que nosotros no merecíamos algo digno en nuestras vidas. Pudimos ser grandes profesionistas. Pero nos quitaron esa posibilidad. Ahora debe haber una reparación por ese daño que nos infligieron”.

Es originaria del Barrio de la Marranera en la Magdalena Mixuca, hija de la “casa chica” de su padre, expulsada de la secundaria “por mis fachas y por ser, según ellos, un muchacho problema”.

Emma dice: “Siempre me supe mujer. Y por eso te niega la madre, que también es víctima. Te niega el padre machista; el barrio, el Estado. Si llegas a la casa con la boca rota, con los cuadernos escupidos, con el ojo morado, nadie te pregunta porqué. Suponen que es lo que te mereces”.

Tenía 17 años cuando una tarde estaba con unas amigas, también trans y gays, platicando en una esquina cuando llegó la patrulla de la DIPD. “Uno me preguntó: ¿Eres hombre o mujer? Como no contesté me detuvo. Nos levantaron a todas. Y apenas bajando la rampa del subterráneo de Tlaxcoaque, en el estacionamiento, empezaron las violaciones. Y siguieron, ya en las galeras, porque nos encerraban durante días con presos violadores. A ella le rapó la cabeza otra presa. “Ahí adentro, aunque no quieras, te vuelves contestataria”.

Calcula que estuvo un mes en Tlaxcoaque. Y salió porque abogó por ella una sobrina de su padre, que era amante de un policía judicial a quien llamaban El Dráculo.

Para Emma, el mayor crimen que se cometió contra la comunidad trans fue el “habernos cortado las alas, habernos quitado la oportunidad de ser ciudadanas plenas”. Lo dice, lo grita casi, en todos los foros que se le abren: “Nos decían que solo éramos buenas para la ficha y no. Para hacer justicia frente a esto no bastan las disculpas públicas, las mesas de trabajo, el poner una vez más nuestras historias en papel. La única forma de medio resarcirnos es la reparación del daño”.

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