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Cultura

2022-12-05 06:00

¿La fiesta en paz?

Periódico La Jornada
lunes 05 de diciembre de 2022 , p. 12a

“Al público no hay que darle lo que pida sino enseñarlo a pedir”, recomendaba el inolvidable maestro Héctor Azar. Y el emperador Marco Aurelio confesaba: “No detesto el circo romano por cruel sino por monótono y predecible”. Separados por el tiempo, pareciera que ambos personajes, tan pensantes como sensibles, hubiesen padecido el torpe concepto de espectáculo que se cargan los promotores del futbol y los toros en un país como México.

Nada vale la deficiente enseñanza escolar con que crece la población, sino las opiniones, juicios y manipulación de que es objeto precisamente por los encargados de enseñarla a pedir, a ampliar su capacidad de exigir a cambio de lo que paga por un producto, servicio o un espectáculo, en teoría sustentado en leyes y reglamentos que salvaguarden los intereses de las partes, con un requisito más: la calidad e intensidad a que se obliga ese espectáculo por su ineludible responsabilidad social.

Aquí es donde el espectáculo moderno, de la índole que sea, demanda de sus concesionarios-empresarios una sensibilidad particular como condición para cumplir no solo con metas comerciales sino con las expectativas emocionales de la sociedad, ayuna de circo más que de pan, gracias a esa temeraria irresponsabilidad de concesionarios insuficientemente vigilados por la autoridad correspondiente, una vez que la asistencia presencial de los públicos respectivos dejó de ser determinante para las utilidades de esas empresas.

La libre empresa no se vigila, se autorregula, claman entonces los defensores de este lamentable estado de cosas, omitiendo que los reiterados y mediocres resultados obtenidos por esa irresponsable autorregulación demandan, con urgencia, una intervención más enérgica de la autoridad que otorga esa concesión para promover y explotar el futbol o los toros, dos espectáculos de masas sin propósito de enmienda en las últimas décadas, irresponsablemente desentendidos de las esperanzas y emociones de los respectivos públicos.

Sucesivos gobiernos no han querido vigilar a monopolios cuyas utilidades son inversamente proporcionales a lo que ofrecen –la monotonía circense que resentía Marco Aurelio–, y menos multar ejemplarmente sus despreocupadas reincidencias a partir de su mediocre gestión. Instalados en jueces y parte, televisoras y demás propietarios son dueños de sobrepagados equipos, de la federación, de transmisiones, anunciantes, esquilmos y una nutrida crítica especializada en no cuestionar estructuras e intereses.

Por su autorregulada parte, la fiesta de los toros, con 496 años de antigüedad en este país, acusa hace tres décadas los efectos de una gestión tan antojadiza como insensible a cargo de adineradas empresas con múltiples descuidos: falta de toros y toreros que emocionen y, en consecuencia, pérdida de posicionamiento como espectáculo de interés masivo, con la consiguiente disminución mediática y de anunciantes, avalado todo, como en el futbol, por una crítica que justifica lo establecido, omite fallas y aplaude la creciente dependencia de la torería importada.

Con autoridades omisas como si gobernaran en una capital anglosajona y el ofensivo silencio de estas, de la empresa y de los gremios ante aspiraciones prohibicionistas de grupúsculos pagados y jueces legaloides, si bien los intocables promotores no han sido capaces de sacar una sola figura mexicana internacional del toreo, han sacado de la plaza al toro con edad y al indefenso público. ¿Habrá en México quien se atreva a meter en cintura a tan alegres monopolios o seguiremos instalados en esta intencionada tradición de perdedores?

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