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Cultura

2022-11-03 06:00

Sol de muertos

Periódico La Jornada
jueves 03 de noviembre de 2022 , p. 4a

“Sangre a la derecha y sangre a la izquierda” llamé a una de mis crónicas de las semanas pasadas. Este año se perfila como el de mayor número de muertes violentas, las últimas semanas se cometieron casi 300 o más homicidios en México, que ya dejaron de ser noticia central. Sangre y más sangre. Día de Muertos resulta frase más poética que la católica de los fieles difuntos.

No en balde nuestro escritor Octavio Paz, que leyó a Sigmund Freud y lo internalizó en su particular manera de pensar, escribió:

“La muerte es un espejo que refleja las varias gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas –obras y obras–. ¿Qué es cada vida? Encuentra la muerte, ya que no tiene explicación. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve a formas inimitables, que no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco la tuvo nuestra vida. Por eso, cuando alguien muere de muerte violenta solemos decir ‘se la buscó’ y eso es cierto, cada uno tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace, muerte de cristiano o ‘muerte de perro’, son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan, hay que morir como se vive. La muerte es intransferible como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida en que vivimos, no nos pertenece, como no nos pertenece la mala muerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres”.

Desde ya, para Octavio Paz: “Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa, la muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un cielo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte: su contrario y complemento, y la muerte a su vez, no era un fin en sí, el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida siempre insatisfecha. El sacrificio poseía un doble objeto: por una parte, el hombre excedía al proceso creador (pagando a los dioses simultáneamente la deuda contraída por la especie); por la otra, alimentaba la vida cósmica y social que se nutría de la primera. Posiblemente el rasgo más característico de esta concepción es el sentido impersonal del sacrificio”.

¡No importa! En mis términos una Llorona besó mis manos y sí, nos uníamos el uno al otro, sin disponer de otro medio para salir de la soledad. Dos cuerpos amoldados a la intimidad. Una misma forma corporal, muslos insinuados en un juego de curvas. ¡Qué belleza!, anuncio que hablaba de complejidad vuelta poesía, ángel de mal menor, puerta del infierno. Abrir el abanico morado rosado perdido en los campos de terciopelo, tinta de agua trenzada en múltiples lazos amarillos-hierbabuena.

Días de muertos mexicanos en la casa de las calaveras, el jardín de los cempasúchiles, en especial de los niños muertos, o el día de las madres o el grito de Independencia que recreó Octavio Paz. Uniones que recorren el torrente de salientes que disuelven el nudo de las aguas profundas en verónicas, revoloteo de la puntita a la entraña. Vagar por el espacio infernal, adherido a los brazos que juegan verónicas de canto ranchero. Ir y venir, palpitar de pechos, vértigo abriendo círculos en el aire; entonando cantares antiguos, en el meceo del viento agrietados por el neblumo que cubre el cielo y lo vuelve infierno al quiebre del ritmo que brilla en la sombra de la noche y parpadea. Calor incandescente con sabor a tequila de la tierra en la noche fúnebre.

Callada soledad de los cuerpos que viajaron de los panteones a las cenizas, melancólica memoria de los muertos traumatizados por la violencia bajo la copa del pecho velado con el mágico manto del misterioso toreo. Tierna lumbre, rica como ninguna; danza fugaz que vuela al compás de las palmas; ecos presurosos que salivan sobre la piel. Gira, gira y gira el capotillo leve que tiende los brazos como puntas para jugarlas al unísono en el acariciar lento, vibra de la tonalidad exacta de la melodía mexica, sin estridencias, aguda y no chillona, modulada, sensible, que proviene de la piel que es canto y toreo sutil lleno de claroscuros que sirven lo mismo a la poseía que a la muerte. Bajo la capa del arranque de los pechos seguido, lento, muy despacio a la eternidad que desconocemos y es inimaginable.

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