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Política

2022-08-21 09:41

Miguel Hernández, poesía de tierra y luz / 'La Semanal'

Encuentra aquí el nuevo número completo de La Jornada Semanal.

Poesía y pobreza, esa relación compleja y profunda que nos toca y conmueve en la obra de Miguel Hernández (Orihuela, 1910-Alicante, 1942) y de Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) a quien se convoca aquí, entre otros poetas y pensadores, para tratar de responder la pregunta: “¿cómo se puede vencer la estrechez, las carencias y, en muchos casos, la miseria para alcanzar tales niveles de expresión lírica?”.

No es lo mismo hablar de la pobreza o escribir de la pobreza que hacerlo desde la pobreza. Miguel Hernández escribió desde la carencia y desde la cárcel, la guerra y la derrota. Su poesía y su biografía se amasan desde la más absoluta orfandad social y desde la rebeldía, desde una vocación casi natural por las palabras que alteran la realidad y la convierten en fundamentos estéticos y en sustancia humana por consecuencia. Alguna vez, conversando con Antonio Gamoneda, años antes de que escribiera y publicara su segundo volumen autobiográfico titulado justamente así, La pobreza, me comentaba su deseo de reflexionar más acerca de esa relación entre la pobreza y la poesía escrita desde la experiencia del desheredado y sus penurias. Para él, César Vallejo y Miguel Hernández representan dos referentes insoslayables del tema y, seguramente, dos figuras de la poesía universal. Cervantes sería en su perspectiva el tercer referente español que escribió desde y en la pobreza. La pregunta que surge es: ¿cómo se puede vencer la estrechez, las carencias y, en muchos casos, la miseria para alcanzar tales niveles de expresión lírica?

Gamoneda piensa, con Marx, que la conciencia de la pobreza es revolucionaria. Vallejo, Hernández y Gamoneda son sujetos con conciencia social, de clase. Los tres pertenecen a un momento donde la violencia se enseñorea y la destrucción arrasa con millones de vidas, se cocinan genocidios de proporciones inconcebibles y la esperanza de humanización abre paso al escepticismo. Pero no es el caso de estos tres poetas que ven en sus vidas y en sus escrituras un camino hacia la libertad y el amor entre los hombres. La conciencia de la pobreza alimenta e impulsa la rebelión contra esa condición de injusticia de quienes nada tienen contra quienes se apropian de su fuerza de trabajo.

Conciencia lingüística, estética y de clase

Cito unas palabras del discurso de recepción del Premio Cervantes, año 2006, en el que Gamoneda hace referencia al tema en cuestión: “En nosotros, ‘los de la pobreza’ […] los que nos hemos acercado al conocimiento de forma principalmente intuitiva y solitaria (prefiero no decir ‘autodidacta’, una palabra que me parece imprecisa), la subjetivación radical y el patetismo resultarán naturales, y nuestro lenguaje no estará ‘normalizado’ porque (en sí mismo y por sí mismo) será un lenguaje poética y semánticamente subversivo. El sufrimiento de causa social es nuestro sufrimiento y penetra […] nuestra conciencia (estética y) lingüística.”

Con Miguel Hernández, a ochenta años de muerte (28 de marzo de 1942, Alicante), nos sucede como con muchos otros grandes de la poesía desaparecidos muy jóvenes: frustración y enigma sobre sus posibles carreras literarias. Miguel Hernández se suma a algunos nombres como Cayo Valerio Catulo, que muere aproximadamente a los treinta y tres años; Ramón López Velarde, quien fallece cumplidos los treinta y tres; José Asunción Silva, quien se quita la vida a los treinta y uno. De todos ellos se continúa extrayendo información y se realizan sesudos estudios sobre sus breves existencias. De los mencionados, ninguno vivió, como Miguel Hernández, la intensidad de la vida y de la muerte juntas, la precariedad y la sed de conocimiento íntimamente ligadas al afán de humanidad y de justicia, la poesía y su revelación en el combate cuerpo a cuerpo con la realidad. Esas vidas, segadas en el esplendor de su belleza, quedan en la memoria como flores rozagantes.

Quizá por ello crece más la admiración y el culto por su figura, por su genio, por su biografía y su obra. No se puede omitir la importante labor de difusión de Joan Manuel Serrat en la difusión de la poesía española, particularmente de Antonio Machado, León Felipe, y sin duda de manera especial y amorosa la de Miguel Hernández, a la que dedicó dos discos de espléndidas canciones. Millones de escuchas se convirtieron a causa de ello en lectores de la poesía hernandeana. Si Miguel Hernández viviera para recibir regalías de esa enorme labor de popularidad, la pobreza sería un lejano recuerdo.

Antonio Gamoneda viene a colación porque él como Hernández vivieron en distintos momentos la pobreza y la violencia, Hernández directamente en la Guerra Civil y Gamoneda en la postguerra y la dictadura. Poetas de la periferia cultural de un país, de la provincia, fuera de las ciudades rectoras y por tanto de los flujos informativos y cosmopolitas. No obstante, figuras señeras de la poesía española e iberoamericana. Ambos también pertenecen cronológicamente a la generación del ’27 y a la generación del ’50, respectivamente, pero ambos quedan casi siempre al margen de ese reconocimiento y de ambas generaciones por su condición humilde y por su formación poco ortodoxa. Gamoneda es, sin lugar a dudas, una de las poéticas peninsulares más atractivas y originales, y Miguel Hernández, a pesar de no acusar la solvencia intelectual de sus pares, es un poeta que cada día se lee mejor.

El escritor cubano Juan Marinello, quien viajó con Nicolás Guillén al Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, en Madrid en 1937, y fuera gran amigo de Silvestre Revueltas, evoca la figura de Miguel Hernández en el prólogo que escribió para la antología que preparó Elvio Romero, en 1962, en La Habana. Marinello lo describe como un hombre de aspecto campesino y parafrasea la imagen que Neruda había descrito: una cabeza de patata recién sacada de la tierra:

Sobre sus hombros bullía un esferoide mondo y estricto: la cabeza rapada, las orejas como asustadas de su atrevida presencia, los ojos abultados y violentos, la boca rasgada y mordaz de la gente de su campiña, la misma nariz agraria que vimos de niño, tanta veces, en los grabados de Cilla, ilustrando los cuentos de Callejas. El andar descocido y largo de las espardeñas le completaban la estampa rural. Fue siempre el pastor de Orihuela, hecho de soles, esperas, asombros y sorpresas. Me refería una vez Luis Lacasa que, en un lugar muy concurrido, se atrevió a dudar del origen pastoril de Miguel. No dijo el aludido palabra alguna de contradicción, pero llevándose los dedos a la boca, lanzó un silbido agudísimo, que dejó espantados a los presentes.

Así, entre la aristocrática figura de Juan Ramón Jiménez, la elegante e irónica reflexión de Machado y el refinamiento gracioso de García Lorca, emergía la brusquedad y el lirismo viril de Miguel Hernández. Dice Marinello que costaba esfuerzo imaginar que de aquella personalidad telúrica emergiera un clamor de tan magistral relieve.

“Con esta sangre obrera/ os doy la humanidad…”

Miguel Hernández es dueño de su pobreza y de su conciencia campesina, de la rebeldía y de la convicción guerrera ante la injusticia, ante esa terca predestinación de los desheredados a asumir su sino fatal y su despojo, su negación a la educación y el conocimiento, a la toma de decisiones. Esa sublevación me hace pensar en muchos de los personajes de los relatos de Hija de la revolución, de John Reed, dispuestos al sacrificio y al ejercicio militante de la violencia en defensa de una utopía o de una causa ideológica. Pero a diferencia de esos personajes que obedecen ciegamente el dictado de su resentimiento y su consigna, Miguel Hernández escucha el llamado de una conciencia moral y de una sensibilidad que lo vuelve insumiso contra ese mismo designio político. Es entonces que escuchamos su poesía reclamando la recuperación de una humanidad violentada: “Nosotros no podemos ser ellos, los de enfrente,/ los que entienden la vida por un botín sangriento:/ como los tiburones, voracidad y diente,/ panteras deseosas de un mundo siempre hambriento/…/ Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos/ donde la vida habita siniestramente sola./ Reaparece la fiera, recobra sus instintos,/ sus patas erizadas, sus rencores, su cola./ … / Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera/ hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente./ Yo, animal familiar, con esta sangre obrera/ os doy la humanidad que mi canción presiente.”

Seguramente por ser ese natural surtidor de la palabra irregular, del habla estética, de una inteligencia que rompe los esquemas y las modas literarias, es que Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Raúl González Tuñón y Ramón Sijé, le dispensaron no sólo simpatía y amistad sino respeto genuino por sus versos. Nunca sabremos hasta dónde hubiesen llegado los poemas de Miguel Hernández si la vida le hubiese regalado más tiempo y las vanguardias perturbaran y dotaran de nuevos recursos su capacidad creativa, pero sabemos hasta dónde han calado, proviniendo, como provienen estos poemas, de la más elevada tradición poética de España.

Vuelvo a la pregunta de Antonio Gamoneda sobre el enigma de cómo se rompe el cerco de la pobreza para trascender su estigma invalidante, los traumas de la violencia, del sometimiento a la imposibilidad y la insuficiencia, porque a Miguel Hernández le llovieron palizas paternas por pretender salirse de un destino de jornalero y dedicar horas al cultivo de la poesía y no al cuidado de los rebaños. Gamoneda, por su lado, narra el hambre, el desesperado amor materno que buscaba entre la basura las cáscaras de huevo para triturarlas en un mortero y mezclarlas ya hechas polvo con el agua para darle al hijo el calcio indispensable. Miguel Hernández forzó la prisión del analfabetismo de sus orígenes para convertirse en ese Ruiseñor de las desdichas, en esa amorosa palabra que nace y se rebela, se nos revela. Con su muerte temprana y una obra sincera, breve y naturalmente subversiva, Miguel Hernández nos deja un legado para cantarle a la libertad desde sus tres heridas: la de la vida, la de la muerte, la del amor. “Si yo salí de la tierra,/ si yo he nacido de un vientre/ desdichado y con pobreza/ no fue sino para hacerme/ ruiseñor de las desdichas,/ eco de la mala suerte,/ y cantar y repetir/ a quien escuchadme debe/ cuanto a penas, cuanto a pobres/ cuanto a tierra se refiere.”

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