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¿La fiesta en paz?

En México hay una añeja tendencia a la comedia que incluye el toreo: Pepe Malasombra

A

nte la decisión de las autoridades capitalinas de cancelar lo que iba quedando de tradición taurina en la Ciudad de México –casi medio milenio– y en alarde de ignorancia, demagogia y cinismo, ordenar que los eventos taurinos sean “sin violencia” ni más riesgo para los toreros que sufrir revolcones, fracturas, hemiplejias o caídas mortales, habida cuenta de que los pitones deberán ir forrados, mejor conversar con cronistas pensantes que se acercaron a la fiesta, la conocieron, le aportaron y desistieron de seguir padeciéndola al comprobar los confusos rumbos que tomaba, gracias a promotores autorregulados y autoridades omisas.

Quizá para ennoblecer su hartazgo, el cronista taurino Pepe Malasombra (Marcial Fernández, Ciudad de México 1965) confiesa haber dejado el mundo de los toros cuando falleció David Silveti, si bien en dos décadas su labor periodística en torno a la fiesta no pudo haber sido más fructífera. Autor o en coautoría de títulos como En el umbral del miedo y Misterios del señor negro; de investigación histórica como Mano a mano en Bucareli y Los nuestros; de creación y de antologías como La voz primigenia, La puerta de los sustos o Panorámica del cuento corto taurino, este aficionado pensante inició su formación taurina desde la infancia, cuando escuchaba a los miembros de una peña taurina integrada por su padre y otros republicanos españoles.

“De toros empecé a escribir en 1989 en el periódico Unomásuno y posteriormente Pepe Malasombra apareció en El Economista, por lo que hice crónica en ambos. Cierta vez, Páez me dijo: ‘escribe crónicas, lo que se toma en cuenta son los hechos más que las opiniones’, y por ahí me fui. En el 92, estando en Unomásuno, pude cubrir mi primera feria de San Isidro, así como la de Sevilla, donde presencié la trágica muerte del banderillero Manolo Montoliú al banderillear al primero de la tarde. Posteriormente estuve en la revista 6toros6 un par de años e incluso fui miembro del grupo Bibliófilos Taurinos por un rato.

“Por El Pana soy panista –añade Malasombra–, bíblico por El Rey David, budista por José Tomás y evangélico por el mesías Morante. Hasta ahí. El toro bravo mexicano prácticamente se olvidó de sus parientes españoles y por acá nos hicimos de la vista gorda permitiendo que nos dieran gato por liebre. Por su añeja tendencia a la comedia, a la simulación, la fiesta de toros de México no admite la tragedia. Nada de que nos reímos de la muerte, preferimos evitarla y disfrazarla de mil maneras; no hay desafío, más bien coloridos enmascaramientos. Creo que la fiesta brava de México empezó a morir con la cornada que le propinó Borrachón a Manolo Martínez en 1974 y las numerosas secuelas que tuvo, aunque reapareciera cuatro semanas después.

“No hemos sabido convencer al público de los beneficios de aficionarse a la lectura y, por ende, de adentrarse en el rito táurico. Cierta ocasión invité a dos toreros importantes a que presentaran en Bellas Artes un libro sobre tauromaquia, ninguno de los dos asistió. El arte del toreo reside en que se dé el duende, el misterio del alma del torero ante la inminencia no del peligro sino de la muerte real, lo que requiere una confluencia de bravuras, no sólo de posturas. Desde siempre caímos en la trampa de que lo que viene del extranjero, tanto en libros como en toros, es mejor, sobre todo por estar más publicitado y mejor promovido” –concluye el también fundador y editor de Ficticia, sello especializado en el cuento literario, donde ha publicado entre otros títulos Museo del tiempo y otras ficciones, Un colibrí es el corazón de un dios que levita, Los mariachis asesinos, y su alucinante novela Máscara de obsidiana.