oyoacán, barrio de abolengo centenario, ha conservado su belleza y aire provinciano desde que el poderoso cacique indígena Ixtolinque dio albergue a Hernán Cortés tras la derrota de Tenochtitlan, mientras se levantaba la que habría de ser la capital de la Nueva España.
Pleno de eventos culturales, ha sido hogar de muchos intelectuales y artistas, y desde 2022 tiene su Feria Internacional del Libro de Coyoacán (Filco) que ha tenido gran éxito.
Ahora, el presidente y fundador de la Filco, Gerardo Valenzuela, joven empresario de gran dinamismo y amor a la cultura, ha promovido la creación de un consejo directivo, integrado por un nutrido grupo de personajes relevantes de todos los ámbitos culturales que busca iniciar una nueva etapa en la articulación de esfuerzos culturales, sociales y comunitarios en favor de México.
El inicio de las labores para la edición de 2026 fue hace unos días en una reunión que concluyó con una comida en una hermosa casona en la calle Francisco Sosa, una de las más antiguas del añejo barrio. Recordemos que fue parte del Camino Real.
Al salir, aprovechamos para conocer La Casa Roja de Frida Kahlo, un museo nuevo que crearon donde fue el hogar de sus padres y hermanas, entre ellas Cristina y sus hijos, cuando la artista se casó con Diego Rivera y se fueron a vivir a la Casa Azul.
Ambas residencias están muy cerca, pero en la roja, a diferencia de la azul que es fundamentalmente biográfica –fue su hogar natal y después matrimonial–, según explican los creadores, no se busca reconstruir la vida de Frida, sino interpretarla.
Es un espacio interactivo en el cual la instalación clásica de los museos con vitrinas y objetos se entremezcla con proyecciones y sonidos, brindando un recorrido multisensorial por la vida, el cuerpo, la política, el dolor y el deseo que marcaron a Frida.
La diseñó el despacho neoyorquino Rockwell Group, que se dedicó a explorar los lados menos conocidos de la artista. Hasta hace alrededor de dos años la habitó su sobrina nieta Mara Romeo Kahlo, quien la donó para que se convirtiera en un museo que mostrara de una manera distinta la intimidad de la vida doméstica y la cercanía de Frida con su familia.
Ésta se muestra de manera conmovedora en las cartas que intercambiaban el tiempo que ella estaba en Estados Unidos acompañando a Diego, mientras pintaba murales en distintas ciudades de ese país. Durante ese periodo Frida también estuvo en hospitales y padeció tratamientos dolorosos.
Se pueden apreciar retratos familiares, mobiliario original, entre éstos el comedor, la recámara, el baño con su tina de patas de garra y la cocina que conserva el único mural conocido de Frida.
Está el cuarto oscuro donde el papá revelaba sus fotografías y muestra su legado invaluable que reúne retratos de Miguel Ángel de Quevedo y Porfirio Díaz, entre otros. También se aprecia su colección de cámaras, de placas y sus daguerrotipos, que –como dice en la muestra– hoy no sólo son memoria viva, también dialogan con la historia familiar.
Se puede conocer el sótano que ella convirtió en refugio personal y donde se aprecia el material que utilizó para realizar sus primeros trabajos de pintura. El recorrido termina en una sala en la que se muestra la obra benéfica de Cristina Kahlo ”La Ayuda” y la relación de Frida con sus queridos alumnos “Los Fridos”.
Mara explica que “se llama Casa Roja porque es el corazón de la familia Kahlo”. Se buscó combinar los recursos digitales que amplifican la narrativa, pero siempre respetando el espíritu de hogar. Sin duda, al margen de su fama internacional como pintora, aquí se revela una Frida profundamente humana, marcada por el amor a su familia y por los pequeños detalles que forjaron su mundo.
El cierre del día fue en el restaurante Centenario, en el número 107 de la calle de ese nombre. En el patio de la antigua casona, que tiene una grata fusión de lo antiguo y lo contemporáneo, rodeados de plantas, compartimos de entrada una pizza de carnes frías acompañada con cervezas artesanales. Alguien pidió un “sampler”, de importadas, que consiste en una tabla con cuatro vasos pequeños, cada uno con una birra diferente; se elogió mucho la experiencia.
Terminamos la cena compartiendo una lasaña y un risotto funghi; algunos cambiamos la cerveza por una copa de vino tinto. De postre no perdono la pavlova, esos merengues crujientes, con frutos rojos y crema batida aromatizada con vainilla.











