rmand Mattelart es uno de esos investigadores que desbaratan las comodidades teóricas y obligan a pensar la comunicación, no como técnica ni como adorno cultural, sino como campo de lucha, como dispositivo de poder, como territorio de disputa por el sentido. Su trayectoria representa una síntesis ejemplar de lucidez histórica y capacidad de desnaturalizar las tramas ideológicas que sostienen el orden dominante. No permitió que la teoría se divorciara de la praxis ni que la crítica se convirtiera en refugio académico. Nuestra deuda con él es enorme, no sólo por sus textos, sino por el impulso emancipador que le dio a la crítica de la comunicación en toda América Latina y el mundo.
Mattelart nos enseñó que el sistema de comunicación mundial no es neutro ni espontáneo, sino el resultado de una historia de acumulación capitalista, de una organización material de los flujos simbólicos al servicio de la dominación. Nos enseñó que la comunicación es una estructura que acompaña, reproduce y legitima las relaciones de poder del capitalismo global. Desde sus primeros trabajos con Michèle Mattelart, analizando la industria cultural y la ideología de los medios, hasta sus estudios sobre la geopolítica de la información, supo situar el problema comunicacional en el núcleo mismo de la economía política. Si hoy hablamos de “colonialismo mediático”, de “imperialismo cultural”, de “economía política de la comunicación” o de “ecología de los flujos informativos”, es porque Mattelart nos dio los instrumentos conceptuales para pensar estos procesos sin caer en la ingenuidad técnica ni en el fatalismo culturalista.
En Para leer al Pato Donald, por ejemplo, desnudó la ideología de la dominación en la narrativa de los cómics infantiles, mostrando cómo se naturaliza el imperialismo y cómo se inocula el modelo de consumo y sumisión. Pero su pensamiento no se detuvo ahí. Supo que el poder no sólo se ejerce a través de contenidos, sino mediante redes, infraestructuras, políticas tecnológicas y estrategias globales. De ahí su paso al estudio de la mundialización de las comunicaciones, donde comprendió la transformación del capitalismo en su fase transnacional, informacional y digital.
Comprendió como pocos la importancia de la historia. No cayó en el mito del “nuevo mundo digital” ni en la fascinación por la novedad tecnológica. Su pensamiento fue una advertencia constante contra el olvido histórico, una defensa del análisis genealógico. En sus estudios sobre la formación de las redes globales de comunicación, rastreó los orígenes coloniales del control informativo, desde las compañías telegráficas imperiales del siglo XIX hasta las corporaciones digitales contemporáneas. Esa mirada larga –dialéctica y materialista– es la que necesitamos recuperar para no quedar atrapados en el fetichismo de los algoritmos o en la ideología del progreso tecnológico.
Nuestra deuda con Mattelart también es política. Fue un intelectual que nunca separó la crítica teórica del compromiso con las luchas emancipadoras. En Chile, participó en la construcción del pensamiento comunicacional de la Unidad Popular, trabajando con Salvador Allende en la definición de políticas de comunicación soberanas, antimonopólicas y orientadas a la democratización del conocimiento. Aquella experiencia, truncada violentamente por el golpe de Estado de 1973, fue también un laboratorio de utopías comunicacionales.
En tiempos de neoliberalismo y digitalización total, su pensamiento es brújula. Cuando el mundo parece rendido a los algoritmos y a las plataformas, cuando el capitalismo ha convertido la comunicación en una extensión de la mercancía y del control, las categorías de Mattelart recobran un valor incalculable. Él comprendió que la hegemonía se reconstruye continuamente mediante la innovación tecnológica y la colonización cultural. La red, la pantalla, el flujo y el dato son hoy los nuevos nombres del poder, y sólo una lectura que combine economía política y semiótica crítica puede desactivarlos. Esa es una de sus herencias más valiosas.
Nuestra deuda es también metodológica. Mattelart enseñó a pensar con complejidad, a no reducir los procesos de comunicación a simples aparatos mediáticos. Su método articula historia, política, economía, ideología, semiótica y cultura en una trama analítica que no deja resquicio para la superficialidad. Nos mostró que la crítica de la comunicación requiere un pensamiento relacional, capaz de captar las dinámicas entre infraestructura y superestructura, entre producción simbólica y materialidad económica. Su obra anticipó, con décadas de ventaja, las discusiones contemporáneas sobre vigilancia digital, biopolítica de los datos y extractivismo informacional.
El pensamiento de Mattelart no es una reliquia, es un arsenal teórico para la acción. Nos da las herramientas para entender por qué las redes sociales no son espacios de libertad, sino nuevos dispositivos de captura ideológica; por qué la concentración mediática no es un accidente de mercado, sino una necesidad estructural del capital; por qué la batalla por la comunicación es, en última instancia, una batalla por el sentido, por la conciencia, por la posibilidad misma de emancipación. Recuperar a Mattelart significa reconstruir una praxis crítica que nos permita intervenir en la guerra comunicacional global sin caer en la trampa de la impotencia o la fascinación. La deuda que tenemos con él no puede saldarse con homenajes ni citas. Debe saldarse continuando su obra, radicalizándola, poniéndola al servicio de las luchas concretas de los pueblos. Porque, como él mismo insistía, la comunicación no es un campo autónomo, sino un terreno estratégico en la lucha de clases. Allí se decide quién define la realidad, quién habla y quién calla, quién educa y quién se somete, quién recuerda y quién olvida. El legado de Mattelart nos llama a pensar una comunicación liberadora, solidaria, dialéctica, capaz de romper la lógica mercantil y abrir paso a nuevas formas de convivencia humana.
Por eso, cuando decimos que le debemos mucho a Mattelart, no sólo es gratitud intelectual, sino de una responsabilidad histórica. Nos toca continuar la tarea de descolonizar los imaginarios, desmontar las industrias del engaño y construir una teoría crítica de la comunicación a la altura de nuestro tiempo. Nos toca convertir la deuda en praxis, la admiración en transformación, la memoria en lucha. Porque, en última instancia, pensar con Mattelart es aprender a leer el mundo para cambiarlo. Y esa, acaso, sea la forma más alta de saldar nuestra deuda con él.











