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Ver día anteriorViernes 7 de noviembre de 2025Ediciones anteriores
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Fanfarronadas y realidades
C

uando no te declara la guerra, Trump te manifiesta al menos su hostilidad. Con la excepción del Reino Unido, de cuantos países ha mencionado el magnate en sus discursos no hay uno solo que no haya sido blanco de amenazas, groserías, acusaciones infundadas e intentos de extorsión.

Los que han sido tradicionalmente los más estrechos aliados de Washington –Canadá, los integrantes de la Unión Europea, Japón, Corea del Sur– han sufrido toda suerte de agresiones arancelarias; democracias mucho menos imperfectas que la de Estados Unidos, como la mexicana, la brasileña o la colombiana, padecen el acoso injerencista y la insolencia trumpiana, sea con el pretexto del narcotráfico o de fallos judiciales que no le gustan al presidente gringo, como el que condenó a prisión a su amigo, el golpista Jair Bolsonaro; de los gobernantes chinos y rusos, Trump oscila entre hablar pestes y elogiarlos; y aunque hasta ahora el amago de agresión militar sólo se ha concretado en Irán, Venezuela y Nigeria aparecen como blancos de posibles incursiones coloniales de la superpotencia.

Entre esas naciones no hay más denominador común que la riqueza petrolera, por lo que la Casa Blanca ha debido construir pretextos variopintos: contra la primera, adujo que había que impedir que desarrollara armas nucleares, la segunda es acusada, en forma grotescamente inverosímil, de estar gobernada por un cártel que ni existe –el de “los soles”– y en el caso de la tercera, Washington ha pretendido interpretar la violencia y la inseguridad que en efecto sacuden a ese país como si se trataran de un “genocidio de cristianos”.

En este escenario, todos los gobiernos del planeta tienen la ingrata tarea de analizar cuidadosamente un discurso deliberadamente confuso, delirante y equívoco, para determinar hasta qué punto las amenazas de agresión armada son reales y en qué medida se trata de la fanfarronería combinada surgida de la decadencia de un imperio y de su gobernante en turno; cuáles de los amagos son un mero punto de partida para negociar con ganas de arrancar concesiones a la mala y cuáles denotan, en cambio, pulsiones de saqueo, o necesidades internas de restructuración política, industrial y tecnológica, o bien huidas hacia adelante forzadas por la catastrófica ineficiencia gubernamental del propio Trump y la caída en picada de sus índices de aprobación. De las respuestas a tales interrogantes depende el diseño de las reacciones adecuadas ante el menos confiable de los interlocutores internacionales de nuestra época.

Una cosa es segura: con todo y que preside una superpotencia y que tiene bajo su mando –al menos, nominal– la mayor maquinaria de destrucción del mundo, ni ésta ni la situación política interna le alcanzan al presidente estadunidense para hacer efectivas todas sus amenazas. En otros términos, el poderío militar de Washington carece de la capacidad para, por ejemplo, lanzar incursiones contra Nigeria y, al mismo tiempo, imponer un régimen títere en Venezuela y mandar a México equipos de operaciones especiales para capturar a unos narcos que, por lo demás, están siendo detenidos en forma mucho más eficiente por las autoridades nacionales y enviados por docenas al país vecino.

Pero aunque el sentido común ayuda a entender, no basta para neutralizar a un tipo al que ese sentido no le hace ninguna falta. Salta a la vista, por ejemplo, que si el gobierno estadunidense invirtiera en salud mental, en inteligencia policial y en combate a la corrupción dentro de sus fronteras una pequeña fracción del dineral que se ha gastado en acosar al gobierno de Nicolás Maduro, lograría algún resultado en el combate a las adicciones y conseguiría, por lo tanto, un importante triunfo ante las mafias de los estupefacientes.

De todos los amagos bélicos lanzados hasta ahora por el frustrado candidato a Nobel de la Paz, el más preocupante es el que tiene por blanco a Venezuela. Así lo indican las ingentes inversiones en curso en la modernización de aeropuertos y bases militares estadunidenses alrededor de la nación caribeña, así como en operaciones aéreas y navales de intimidación con barcos y submarinos de guerra, aviones de combate y bombarderos estratégicos. El escenario parece destinado a sustentar algo más que raids contra el propio Maduro, objetivos militares o infraestructura civil; hace temer, en cambio, la posibilidad de una invasión que no iría a buscar al presidente venezolano sino a tomar posesión de las reservas venezolanas de hidrocarburos y a la imposición de una administración colonial disfrazada de soberana.

Una aventura semejante podría tener un efecto de triple desestabilización: en Venezuela, en la región y en el propio país agresor; y por más que Trump haya echado a miles de funcionarios sensatos para rodearse de incondicionales a modo que apoyan o dicen apoyar sus disparates, en Estados Unidos hay, aparte de los petroleros, intereses corporativos que se verían afectados y que aún conservan un peso considerable; tal vez el necesario para abortar una guerra.