orir por propia dignidad exige conjugar esos conceptos –inscritos en el título– y otros adicionales de similar catadura. Uno central lo ocupará la solidaridad entre el doliente y acompañante. El Estado está obligado, entonces, a organizar el ambiente y la norma para que este acto postrero sea posible y legal. Morir no es, cuando consciente y libre, un acto simple y sencillo. El respeto por la vida propia y el sentimiento de los demás, es consustancial. La muerte digna es un acto consecuente, respetuoso y de suprema valentía tanto para el que la ejecuta como para los que asisten y colaboran. El final de una vida que bien puede ser precedido de dolor, angustia de futuro, entereza ante lo venidero. Se requiere ese tipo de amor que libera, no el que sujeta, impone o controla.
He sido testigo de dos muy distintas posturas ante personas que no desean prolongar su agonía: cierta o sentida. Unas, las que se aferran –ante la incapacidad del doliente o desesperado– para no asistir en la serena ejecución, y las otras, que aportan el auxilio necesario, incluyendo presencia, técnica médica y acompañamiento para facilitarla. El resultado de cada una de esas alternativas no puede ser más distinto en cuanto a desesperanza y sufrimiento, por un lado, y liberación cierta y descanso, por el otro. Se espera, entonces, que el Estado provea las indispensables condiciones legales. Dado que, cuando por distintas causas, los familiares, autoridades o amigos se rehúsan a usar ayudas definitorias, quien desea morir debe prolongar su agonía.
Colaborar para que la muerte de una persona sea digna, requiere de ayudas y comprensión por parte de otro o de varios individuos. Bien puede ser el adicional miembro de la pareja, un amigo, el especialista, un generoso voluntario o familiar. Exige, eso sí, resistir y superar la pena de ver extinguirse, para siempre, a un ser querido o a otro humano solicitante. Hay que dar cabida a un postrer y definitorio acto de libertad. Ser comprometido testigo de un final que, también, puede propiciar redención. El consecuente momento cúspide de una persona que, por voluntad anticipada, da por terminada su estancia entre los vivos. Muchos de ellos formando filas entre los queridos o solidarios del solicitante.
Rehusarse a participar en la muerte de conocido, amigo, familiar o de la pareja de años, y no permitir que pueda ejercer su voluntad, aunque ella o él lo desee, es un acto profundamente egoísta, irresponsable. Centrado, primordialmente, en sus muy íntimas necesidades, miedos o cobardías. Lo que en este caprichoso caso se ocasiona, es la perpetuación de sufrimiento innecesario. Rehusar el apoyo a la petición de una muerte digna no es, para nada, obrar con calidad humana. En esa negativa inciden posturas de variada índole: de creencias religiosas por lo común. En verdad justificantes, paliativos de las propias carencias o miedos de etéreas condenas, las más de las veces. Pero también acuden arraigados temores personales, supersticiones, autoritarias visiones, debilidades y hasta francos recelos.
He sido testigo de cómo tres mujeres, inteligentes hermanas, fueron auxiliadas, por sus familiares y parejas, para morir con dignidad. El dolor causado a esos seres queridos no les impidió apoyar la triple decisión terminal. Más bien permitieron lograr su cometido, sabedores de que, durante el resto de sus días, reincidirían en el recuerdo de esos terribles momentos. Pero los dolientes pudieron coronar sus propias voluntades. Muy a pesar de la forzada clandestinidad de sus acciones.
Pero también fui testigo de la negativa de otros familiares para aceptar que su madre pudiera morir. Incapacitada después de un copioso derrame cerebral que le paralizó medio cuerpo, el habla y al menos parte de la conciencia, todavía permitieron el corte posterior de una pierna (gangrena) que, de no hacerlo, en pocas horas le causaría su muerte. Ella había solicitado, en repetidas ocasiones, que no la sujetaran a una vida artificial. Sólo aspiró a ser respetada y necesaria. Para nada una carga a la moral familiar. La desoyeron y alargaron su postrada agonía por dos años adicionales sin perdón alguno.
Ahora que se ha decidido iniciar la discusión pública para legislar la eutanasia, hay obligación de participar. El propósito es formar la masa crítica que permita reglamentar la muerte voluntaria. Es preciso solicitar, y hasta exigir, a un gobierno y Congreso que sean solidarios, que acepten esta humana forma de morir. Es esperable la oposición de la reacción conservadora de partidos, medios, Iglesia o cuerpo médico. Pero superar imposiciones arbitrarias, fundamentalismos y egoísmos es tarea de un movimiento popular que se precia humano. Sumarse al coro que despunta por el mundo añadirá orgullo, pertenencia e independiente destino del bienestar.










