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Del Toro, el cómplice del monstruo
H

ijo de la desmesura, el monstruo es símbolo del caos. Su alteridad radical, su corporalidad anómala atrae y provoca repulsión.

Por ser un ente que transgrede las formas, nos cautiva, nos obliga a mirarlo; tiene algo de divino y de demonio. Es el centauro que corre en la llanura, el Minotauro que habita el laberinto, el grifo babilónico, el dragón rampante, la serpiente emplumada, la criatura que soñó Mary Shelley una noche de verano de 1816 y que inspiró, dos siglos después, a Guillermo del Toro para hacer una película.

Frankenstein o el Moderno Prometeo es la novela favorita de todos los tiempos del cineasta. No es casual que haya dicho que se convirtió desde niño en el “alma gemela” del monstruo.

La historia es conocida: el capitán Roberto Walton escribe a su hermana sobre su viaje a la región de las nieves eternas. Un día ve desplazarse en un trineo a un ser gigantesco y, más adelante, a un hombre a punto de morir. El moribundo es el doctor Frankenstein, quien persigue al inmenso ser que creó para matarlo. Había escapado de su laboratorio.

La criatura quiere ser feliz como cualquiera, pero al haber sido confeccionado con los despojos de otros, sólo puede ser para los demás un monstruo. Incluso su creador lo repudia.

La propuesta narrativa de Del Toro basada en esta novela es conjugar belleza y misterio, esperanza y desolación, amor y miedo. Todo, como parte de un acto de rebelión del hijo contra el padre; de la criatura contra su creador, como rezan los versos de Milton con los que arranca la novela: “Did I request thee, Maker, from my clay / To mould me man? Did I solicit thee / From darkness to promote me?

El cineasta no calca la historia de Shelley, la hace suya. Aunque los finales de la novela y la cinta no son idénticos, la narrativa de ambos nos hace preguntarnos: ¿la criarura de Victor Frankenstein nace siendo monstruo o la sociedad la convierte en ello? El rechazo y la falta de amor es lo monstruoso.

En las distintas mitologías el monstruo es el enemigo a vencer y el guardián del tesoro. Por eso está a las puertas del palacio, en el subsuelo de las iglesias, en el corazón del hombre.

La leyenda dice que los grifos, esas bestias aladas con cabeza de águila y cuerpo de león, custodiaban el árbol de la vida y el oro de las montañas en Asia central. Monstruos alados los llamó Heródoto, y Dante los fijó en sus cantos del infierno, con los mismos atributos que se encuentran en los frisos del templo de Ninurta y en el palacio de Susa.

Dice Borges que un monstruo no es otra cosa que “la combinación de elementos de seres reales, y que las posibilidades del arte combinatorio lindan con lo infinito”. Sin embargo, hay monstruos necesarios, pues aparecen por igual en varias latitudes como el dragón, el Golem o la criatura animada por el doctor Victor Frankenstein.

El monstruo en las cintas de Del Toro representa al “otro” por excelencia. Una otredad inclasificable por sus atributos físicos, pero, a diferencia de los monstruos de los grandes mitos, tremendamente humano. ¿No es verdad que Hellboy bebe cerveza y fuma habanos? Sus monstruos sueñan, sufren, se enamoran, tienen esperanza, creen en la justicia, en el derecho a vivir, son víctimas y pueden sentirse desolados. Sus monstruos, como los de los grandes mitos, representan una otredad tan extrema que no puede ser asimilada por los sistemas de clasificación conocidos, pero, su inesperada humanidad, tampoco.

Tal vez la característica más poderosa de Frankenstein sea su capacidad para mostrarnos, como en un espejo, lo que somos. En él vemos nuestros miedos, nuestra crueldad, nuestra soberbia, pero también, si es el caso, la rebeldía del nuevo Adán que increpa a su creador. Dice Chevalier que el monstruo también pertenece a la simbología de los ritos de pasaje: devora al hombre viejo para que nazca el nuevo.

Minucioso con la simbología gótica, Del Toro explota en su cinta Frankenstein la bóveda de crucería; el rosetón de enorme vidriera; la elevación de la torre que quiere acercarse a dios; una cabeza de hidra, que es otro monstruo; el símbolo de la cruz; lo lúgubre y tenebroso, y una paternidad ambigua que se debate entre el bien y el mal.

Para Chevalier, el monstruo simboliza las fuerzas irracionales; posee las características de lo informe, lo caótico, lo tenebroso, lo abisal. Por ser hijo de la desmesura transgrede lo común.

El Frankenstein de Del Toro como símbolo del monstruo emociona y hace pensar en los límites de lo humano, en la naturaleza del mal, en los miedos que nos dominan y que al combatirlos pueden convertirnos en lo monstruoso.

Cada lector termina de escribir el cuento, el poema, la novela al leerlo. La lectura que hizo Del Toro de la novela Frankenstein, de Mary Shelley, y que transformó en cine, no la traiciona sólo ilustrando su historia. El cineasta nos comparte con imágenes potentes y llenas de claroscuros el corazón de la novela, la historia que lo emocionó de niño y no deja de cimbrarlo.