a atención mediática es fugaz y propensa a olvidarse. Hoy, lugares como Poza Rica, Huauchinango o Huehuetla, entre otras, ya no copan las primeras planas, que hoy regresan a la coyuntura. Sin embargo, la catástrofe latente que dejaron a su paso los recientes fenómenos climatológicos en las sierras y Huastecas del norte de Veracruz, Puebla e Hidalgo permanece, constituyendo una herida profunda en el tejido social y la infraestructura. Los apoyos que superarán 10 mil millones de pesos representan un bálsamo necesario e innegable.
No obstante, las secuelas estructurales de estos eventos exigen una visión de Estado que trascienda la coyuntura y se enfoque en la gestión integral del riesgo de desastres.
Me trato de explicar: México, por su geografía, vive en un riesgo cíclico y amplificado por el cambio climático. Los embates del huracán Otis, en Acapulco, que desnudó vulnerabilidades urbanas y logísticas críticas, y las lluvias torrenciales en las sierras y huastecas son más que eventos aislados: son el preámbulo de una nueva normalidad climática. Ante esta realidad ineludible, la perspectiva pública debe ser reorientada hacia una estrategia multidimensional que articule a los tres órdenes de gobierno y a la sociedad toda en su conjunto.
Desde la esfera gubernamental, la reconstrucción no puede ser un simple ejercicio de reposición. Debe transformarse en una oportunidad de mejora radical y en un laboratorio de políticas públicas de resiliencia.
Apremia, primero, un diagnóstico preciso y aprendizaje institucional: es fundamental institucionalizar la fase posdesastre con un proceso de evaluación técnica y autocrítica que determine con exactitud qué falló: ¿El diseño de infraestructura, la alerta temprana, la respuesta local, la aplicación de normativas de construcción? Cada tragedia debe ser un hito, un “antes y un después”, que retroalimente los planes y programas.
Segundo, un presupuesto con visión de riesgo: la prevención debe dejar de ser un rubro secundario y convertirse en un eje transversal del gasto público. Esto implica la reactivación y el fortalecimiento de instrumentos financieros específicos para la prevención y la priorización de los proyectos de infraestructura que incorporen estándares de resiliencia climática, como el drenaje pluvial, los sistemas de contención o el reforzamiento de edificaciones críticas como las presas.
Tercero, el ordenamiento territorial: es aquí donde el Estado debe ejercer su potestad con mayor rigor. El Atlas Nacional de Riesgos y los atlas estatales y municipales deben convertirse en instrumentos jurídicamente vinculantes que determinen el uso del suelo. Permitir y tolerar asentamientos humanos en cauces de ríos, laderas inestables o zonas costeras de alto riesgo es una negligencia administrativa que, a la larga, siempre resultará más costosa en vidas y recursos que una reubicación o mitigación planeada.
Si bien el rol encomiable de las fuerzas armadas y la solidaridad espontánea de la sociedad mexicana son incuestionables ante la emergencia, no podemos vivir a merced de la tragedia y depender únicamente de la ayuda humanitaria posterior.
La ciudadanía tiene una corresponsabilidad en la reducción de su propia vulnerabilidad. Ahí están los hábitos colectivos: la basura arrojada a las calles y coladeras, por ejemplo, es un factor de colapso hidráulico evitable que amplifica el riesgo de inundación urbana. Es una micronegligencia individual con un impacto macrosistémico. Las políticas públicas deben enfocarse en educar, incentivar, y llegado el caso, sancionar, estos hábitos que comprometen la infraestructura pública. La sociedad debe pasar de ser reactiva (solidaridad posdesastre) a proactiva (prevención continua). Esto se logra mediante el fortalecimiento de los comités comunitarios de Protección Civil, la difusión masiva de la cultura de autoprotección, y la exigencia ciudadana de que sus gobiernos municipales tengan un plan integral para la gestión de riesgos.
México ya cuenta con un marco legal, la Ley General de Protección Civil, y un marco institucional valioso.
El desafío no es normativo, sino de ejecución política y conciencia colectiva. La reconstrucción en Poza Rica o Acapulco no debe ser vista sólo como un gasto, sino como la inversión estratégica que siente las bases de la resiliencia nacional.
Es la oportunidad de trascender y dejar huella a la tragedia cíclica y, por fin, conformar un gran plan de prevención, acción y reacción que integre el factor presupuestal, económico y técnico en una cultura de prevención multidimensional inaplazable es nuestro llamado: convertir la desgracia cíclica en la matriz de nuestra ingeniería institucional y social a la altura de lo inevitable.











