Política
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El destructor de su patria
P

ara esos sectores de la sociedad estadunidense que son tan afectos a las teorías conspirativas, ésta podría ser una sumamente atractiva, por verosímil, en los días que corren:

“Los enemigos externos de la superpotencia (aquí pueden poner desde los comunistas chinos hasta los terroristas islámicos, pasando por los narcotraficantse latinoamericanos, o todos ellos juntos) impulsaron la victoria electoral de Donald Trump de 2024 a fin de colocar un chivo en la cristalería, un Terminator en la Casa Blanca, un Godzilla en Washington, y asegurar de esa manera la destrucción total y definitiva de Estados Unidos.

“Sólo con esa maligna ayuda de los demonios extranjeros puede explicarse el que un delincuente convicto, claramente dictatorial, indiscutiblemente mentiroso, ofensivamente ignorante y cada vez más chiflado, lograra derrotar los sólidos valores democráticos, sociales y familiares que caracterizan al pueblo estadunidense”, y bla, bla, bla.

Puede parecer chistoso, pero hay que recordar que algo así (un complot informático ruso) inventaron los demócratas en 2016 porque no les cabía en la cabeza que la vulgaridad trumpiana hubiese sido capaz de derrotar en las urnas a la “decencia” clintoniana.

Una explicación semejante de la actual coyuntura tendría la ventaja adicional de que exoneraría de responsabilidad a los propios ciudadanos del país vecino y les permitiría asumirse como víctimas, una vez más, de la maldad foránea. Pensándolo bien, esta operación mental encajaría a la perfección con la retórica paranoica con la que el trumpismo presenta ante su sociedad al resto del mundo.

En efecto, según ese discurso, la humanidad exterior (acaso con la excepción de la que habita en Israel) odia a Estados Unidos, procura su ruina estratégica y civilizatoria, busca sacar provecho injusto de sus mercados, copia su tecnología, droga a sus ciudadanos, se infiltra en su territorio para delinquir o simplemente quiere que Washington la mantenga sin tener que trabajar, como vendría siendo el caso de los socios de la Unión Europea.

Bueno, esta visión es parcialmente equívoca: desde luego, la presencia de Trump en la Casa Blanca (por segunda ocasión) no es producto de un complot extranjero, sino del agotamiento histórico de un proyecto de nación, de un pacto social, de una vida institucional y de un modelo económico.

Lo que es indudablemente cierto es que el país más dañado por esta segunda administración a cargo del magnate no es México, ni China, ni Venezuela, ni Rusia, ni Cuba, ni Brasil, ni Japón, sino el propio Estados Unidos, y que si alguien deseara el derrumbe de esa nación por sobre todas las cosas, tendría que estar brincando de felicidad en estos momentos.

Hay quienes ven en el trumpismo la imposición (violenta, bárbara, impúdica) de un nuevo orden internacional distópico por parte de un puñado de megamillonarios.

Otros lo vemos más bien como la caída en el desorden y la expresión de un declive grave e inocultable. Porque, entre otras cosas, Donald Trump ha logrado destruir: a) la apariencia de racionalidad con la que operaban las instituciones en Estados Unidos; b) el consenso Washington-Bruselas sobre Ucrania; c) la confianza en la superpotencia de los más estrechos aliados de Estados Unidos (salvo Israel); d) el abasto de fuerza de trabajo inmigrante en el que han cifrado su competitividad y su productividad los sectores agrícola, de la construcción, restaurantero y de servicios, entre otros; e) la tradicional armonía entre el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal; f) la abominación (así fuera ritual) del conflicto de interés en el poder público; g) la seguridad en el suministro de tierras raras, necesarias para la industria armamentista de punta. Y mucho, pero mucho más.

Más allá de eso, la segunda presidencia trumpista ha logrado revertir el giro hacia Occidente que venía realizando el gobierno indio y su hostilidad arancelaria dio especial relevancia a la reunión en Pekín entre Narendra Modi, Xi Jinping –líderes de estados rivales– y Vladimir Putin –o sea, a los gobernantes de tres potencias nucleares y de las dos mayores poblaciones del orbe–, los cuales se propusieron fortalecer un mundo multipoplar, es decir, contrario a la delirante hegemonía unipolar que Trump quiere imponer como sueño húmedo al conjunto de la sociedad estadunidense.

Unos días después de ese encuentro, el gobierno chino realizó, con motivo del 80 aniversario de la victoria sobre Japón, la exhibición de medios bélicos más impresionante en el mundo en muchas décadas.

El acento infantil del gobierno estadunidense lo proporcionó en esa ocasión el embajador de Washington ante la Organización del Tratado del Atlántico Norte, Matt Whitaker. Declaró que las armas chinas eran copia de las estadunidenses y que Pekín “no puede, no podría luchar ni aunque lo intentara” porque “somos la única superpotencia con la economía más grande y fuerte”. Eso dijo, pero no pudo evitar que le temblara la voz (https://is.gd/HO26T8).