Opinión
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La frontera sur de México
L

os 3 mil kilómetros de frontera que compartimos con la superpotencia que en estos días querría tenernos en vilo suele hacernos olvidar la frontera sur, aunque casi todos los días en las páginas de La Jornada aparecen notas sobre las tragedias humanitarias que se producen allá y que, aparentemente en menor escala, comparten causalidades similares a las de la frontera norte: las guerras entre cárteles por control territorial y la migración causada por la pobreza, a la que se añaden otras. Por eso, hace muy bien José Carlos Melesio Nolasco al pedir que volvamos los ojos al sur y estudiemos nuestra otra frontera, aunque sus características “fronterizas” sean mucho más recientes (Melesio Nolasco argumenta que su aspecto como tal aparece a fines de los años 70) “por algo nunca antes visto, la migración masiva de refugiados guatemaltecos, combinada con movimientos políticos y sociales en toda Centroamérica”. El gobierno de México creó entonces organismos regionales para diversos proyectos. Se volvió a hacer conciencia de que el sureste mexicano está vinculado milenariamente a Centroamérica por “el mundo maya”.

Centroamérica era importante para México antes del arribo masivo de refugiados guatemaltecos (al menos 46 mil entre 1982 y 1984, como mostramos con base en Jan de Vos bit.ly/45XESTe). Desde 1964 en Chiapas se instalaron células de apoyo a las guerrillas guatemaltecas, y ya entonces fue creciendo en sectores de la izquierda mexicana la simpatía por los movimientos revolucionarios contra las dictaduras militares de nuestros vecinos del Sur, impuestas por Estados Unidos en el marco de la guerra fría.

La clave, nos muestra Melesio Nolasco, fueron los cambios culturales creados por las revoluciones, victoriosas (Nicaragua) o derrotadas (Guatemala y El Salvador). La revolución nicaragüense (1979), última que triunfó por la vía armada, fue atacada casi frontalmente por Estados Unidos durante los siguientes 10 años (hasta provocar su caída de la que se deriva, añado por mi cuenta, la corrupción –en su sentido original del término, como putrefacción– del sector a la postre dominante en el Frente Sandinista de Liberación Nacional), años en los que el papel de México fue necesariamente ambiguo, aunque como con la revolución cubana, no desconoció al gobierno sandinista.

En El Salvador, el Frente Farabun-do Martí para la Liberación Nacio-nal tuvo la posibilidad de tomar el poder por la vía armada, pero optó “por obligar al gobierno a negociar” la democratización del país.

También la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional negociaron con los gobiernos de sus respectivos países.

Las revoluciones obligaron a la sociedad y al Estado mexicanos a voltear hacia Centroamérica, y fueron también las revoluciones las que causaron el primer gran impacto sociocultural (contemporáneo) en la frontera sur: la migración a Chiapas de refugiados guatemaltecos que huían de la inaudita brutalidad de la represión gubernamental, migración que inició hacia 1978 y que en 1982-84 se volvió masiva. “En un principio, el gobierno mexicano los trata como usualmente lo hace con los indios de la región: con violencia, sin oírlos y, finalmente, deportándolos”, pero parte de la sociedad mexicana responde de manera diametralmente opuesta, creando ONG de defensa de los derechos humanos, que primero se concentraron en los recién llegados y después “en los mexicanos habitantes de la región, cuya situación ostensiblemente también lo amerita”. Con sus acciones, atrajeron la atención de la “opinión pública mundial” y del Acnur, y el gobierno mexicano tuvo que cambiar de política, más de palabra que de hecho, como lo demostró la aparición pública, una década después, del EZLN.

“El EZLN responde a intereses populares indígenas regionales y nacionales. Su formación se remonta a principios de los años 80 y el levantamiento del 1º de enero de 1994 se presenta por una acumulación de agravios de signo mayor”. Además, se entiende como resultante de la formación de una región fronteriza como tal, “conformándose como zona de seguridad nacional; por la presencia de organismos internacionales, humanitarios”, por la llegada de refugiados y migrantes. La situación creada “pone de relieve la tradicional impunidad gubernamental”. Sin embargo, el carácter de la frontera y la presencia de la sociedad civil organizada en la región (el país y el mundo) contribuyó a frenar esa impunidad, y el Estado no pudo actuar contra el EZLN como lo hizo contra las guerrillas urbanas y rurales (1965-1980): con una violencia impune que a nadie rendía cuentas.

Una frontera de guerrilleros, refugiados, braceros (trabajadores agrícolas guatemaltecos, salvadoreños, hondureños en las fincas cafetaleras e ingenios de Chiapas en la época de la pizca o la zafra), caciques y pistoleros, ejércitos represores, migrantes que cruzan para llegar mucho más al norte, y más recientemente (fuera de este libro) narcotraficantes y otros criminales. Échale, lectora amiga, una mirada a las 150 páginas en las que José Carlos Melesio nos da apenas una probada de La frontera sur de México, novedad editorial del FCE.