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Pedagogía del tanteo y ¡Ole!
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ace casi 50 años, cuando yo era un novel profesor de sociología en la facultad de derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), sucedió lo siguiente; lo recuerdo muy bien, aunque no tomé nota de ello y carezco de más detalles.

El acontecimiento se dio en un amplio salón de clases ocupado por más de 40 estudiantes del primer semestre de licenciatura. Un joven del grupo, al que soy incapaz de identificar por rostro y nombre, captó la atención de todos los presentes; en el entendido que desde el comienzo de mi docencia he buscado acercamiento con mis estudiantes, me gusta escucharles y preguntar, sobre todo cuando los veo inquietos, desorientados, molestos…

Palabras más, palabras menos, dijo el interesado: “Es que no me llama el derecho, estoy aquí por dar gusto a mis padres, como por obligación. Mi papá es abogado, mi mamá es egresada de esta facultad, mi hermano mayor estudió derecho, mi familia tiene un despacho de abogados, y ahora me ha tocado estudiar la carrera; pero no puedo, no quiero”. Lo veía disgustado, por decir lo menos. ¡Cuánto dolor!

Fui al grano: ¿Compañero, entonces, a qué le gustaría dedicarse? (pregunté ceremonioso, a la usanza de la facultad de derecho, hablándole de usted, aunque no tenía muchos años más que él, quizá 25 versus 18). No tardó en dar respuesta, espontáneamente dijo: “quiero ser torero” y el semblante le cambió. Seguramente, algunos de sus compañeros, él o yo, agregamos algo, pero eso no fue lo fundamental, tanto que no lo recuerdo. Lo importante vino después.

Aquella mañana salí inquieto de la clase, el asunto me pareció preocupante, digno de reflexión. Unas semanas antes, el miércoles 28 de enero de 1976, había salido publicado en el periódico Excélsior un espléndido artículo (todavía guardo el recorte, a casi 50 años) de Enrique Maza, quien, desde su columna, hizo aportaciones importantes para mi formación personal. El texto se titula Parábola. La audacia o el miedo de ser libres (página 6 y 8, por si alguien se interesa en localizarlo fácilmente). Y libertad y respeto es lo que demandaba a todas luces el aspirante a torero.

Ni tardo ni perezoso, tomé el periódico, acudí a la papelería cercana a casa e hice una fotocopia del artículo que, por supuesto, fue a dar a manos del estudiante. Al día siguiente (la clase era diaria, de lunes a sábado) llegué con el documento a la sesión, busqué un momento, y se lo entregué en público, con una simple observación: “Compañero, ojalá le sirvan las reflexiones de este escrito”. Y eso fue todo; después de un “gracias”, la clase siguió su curso.

Antes de continuar, me tomo la libertad de transcribir algunos párrafos del extenso texto de Enrique Maza, no tiene desperdicio, y sí gran vigencia. El autor expresa: “La seguridad corre el riesgo de ahogar al hombre… La libertad desplaza… Los caminos adquieren importancia. Y riesgo… La libertad está hecha para despertarnos. Para sacudirnos. No nos ofrece soluciones hechas, porque eso sería despreciar al hombre. La libertad es, en primer lugar, sobresalto… Hace nacer al hombre en su interioridad… Hay quienes tienen miedo de la libertad… La libertad es el riesgo de los caminos abiertos… Y la gente con miedo pierde el control de sí misma… El miedo encadena… Hay muchos que prefieren su cárcel; porque para ser libre se precisa mucha audacia… La libertad es ser con horizonte… Donde el hombre sea aplastado, donde quiera que haya opresión, ese será el lugar del combate para la libertad”.

¿Qué fue lo que sucedió después con aquel estudiante? No tengo respuesta. Lo cierto es que no volví a verlo nunca más. No regresó a la clase, sus compañeros tampoco supieron de él. Desde aquel momento, lo único que todavía deseo es que se haya convertido en el torero de sus sueños o encontrado, con plena libertad y agrado, un buen camino de realización personal.

En aquella época yo no tenía conocimiento de Freinet. Había escuchado a mi padre expresar, eso sí, que Paulo Freire se pronunciaba en contra de la educación bancaria, en aras de una educación liberadora, y aunque yo no comprendía bien el alcance de esas enseñanzas, producían en mí una inquietud que sigue creciendo a la fecha.

A la vuelta de los años, y después de haber anotado las reflexiones de los párrafos anteriores, llego a la conclusión de que en mi impulsivo proceder –nunca nadie me lo reclamó, a pocas personas lo había contado–, fue atinado. Sin tener idea de lo que significan para Freinet, en la educación y en la vida, el riesgo, la libertad, la confianza y el buen sentido, sin duda me acerqué a ellos; procedí de la manera que después me explicó Freinet, con la riqueza de sus libros y la grandeza de su práctica escolar.

Sin duda, mi proceder fue arriesgado, desde luego que tomar la decisión me dio miedo, tenía una gran responsabilidad ante los ojos; me armé de valor, procedí con buen sentido, con sensatez; confié en la vida, en mí y en el estudiante; valoré la libertad de ambos, vencí el miedo que me hacía dudar, e invité al joven a que tomase las riendas de su vida. Viéndolo bien, pienso que fue un momento de lucidez. Todo ello fue parte de mi tanteo de aquellos momentos.

Freinet escribe un libro para referirse, a partir de su propia experiencia, a lo que precisamente llama “tanteo experimental” (La sicología sensitiva y la educación). Y el tanteo se traduce en una búsqueda permanente del ser humano para encontrar salida exitosa a los problemas que se le presentan. Tanteos graduados en donde, por supuesto, siempre está presente el riego a la equivocación. Y si me equivoco, confirmo que soy humano, destinado a corregir, a seguir buscando, a seguir tanteando.

Mi proceder y el del estudiante torero se dieron en el ámbito de tanteos que se cruzaron, porque él también, para llegar a confesar su disgusto por tener que estudiar derecho, pasó por un periodo de tanteo experimental con dudas, disgustos y hasta sufrimiento.

Coletilla: En ocasiones, paseando por las veredas de los Viveros de Coyoacán, al llegar al espacio céntrico en donde algunas personas ensayan pases de tauromaquia, con capa, espada y una cabeza de toro de cartón, ¡Ole!, recuerdo aquel aleccionador momento de mi juventud docente.

¡Elevemos la mirada de la educación!

* Profesor en la UNAM