stados Unidos presentó esta semana su Informe anual sobre derechos humanos, que en esta ocasión se encuentra marcado por el peculiar enfoque trumpista. Así, desaparecieron las secciones dedicadas a los abusos contra mujeres, homosexuales y pueblos indígenas, pero se mantuvo el apartado de “antisemitismo”, etiqueta con la que Washington designa y criminaliza cualquier crítica al gobierno de Israel, incluidos los señalamientos sobre el genocidio que desde hace casi dos años perpetra en la franja de Gaza. En este sentido, destaca que el capítulo sobre Israel pasó de 103 a sólo 16 cuartillas respecto al documento de hace un año, y en él no se hace mención a la tasa de muerte infligida al pueblo palestino.
Los severos recortes en los apartados por país se extienden por todo el reporte, incluso en los casos de las naciones atacadas y calumniadas por la Casa Blanca sin importar el partido gobernante, como Cuba o Venezuela. En el caso de México, el Departamento de Estado, encargado de elaborar el documento, asegura que existen “reportes creíbles de asesinatos arbitrarios o ilegales, desapariciones, tortura, tratamiento cruel, castigo inhumano o degradante”, mientras el gobierno fracasó en investigar y enjuiciar a los responsables, por lo que “la impunidad y tasas extremadamente bajas de enjuiciamientos permanecen como problema para todo tipo de crímenes, incluyendo vulneración de las libertades civiles”. Asimismo, denuncia “el arresto o detención arbitraria, serias restricciones sobre la libertad de expresión y libertad de medios, incluyendo violencia o amenazas contra periodistas y el cumplimiento de o amagos de cargos criminales y civiles para limitar la expresión, así como agresiones contra activistas laborales o integrantes de sindicatos”.
Con independencia de los problemas reales en materia de derechos humanos en México y otros 150 países incluidos en el dosier, la elaboración y publicación de ese documento es uno de los ejercicios injerencistas más cínicos y notorios de la superpotencia. En manos de Trump y su secretario de Estado, Marco Rubio, el informe no sólo conserva el habitual doble rasero al evaluar a los gobiernos según su sintonía ideológica y su subordinación a Washington, sino que se convierte en grotesco por la distancia entre los estándares con que se juzga al resto del mundo y los aplicados en territorio estadunidense.
Desde el regreso del magnate al Despacho Oval, Estados Unidos ha mantenido su título como el mayor violador global de los derechos humanos, y ha lanzado contra sus propios habitantes las arbitrariedades y el abuso de poder que, en general, solía reservar a las víctimas de sus operaciones en el extranjero.
La hipocresía se torna farsa cuando habla de impunidad una administración presidida por un criminal convicto, quien, en lugar de pisar la cárcel, retornó a la presidencia gracias a la complicidad de los ministros que nombró en la Suprema Corte y que usa su cargo para indultar a todo tipo de delincuentes, desde los que lo acompañaron en su intento de golpe de Estado en 2021 hasta defraudadores y asesinos. Cada día, centenares de personas son detenidas como parte de la cacería humana lanzada por los republicanos contra los migrantes. Lejos de dirigirse a “peligrosos criminales”, que suponen una ínfima minoría de la comunidad migrante, los operativos han seguido directrices racistas para secuestrar a padres de familia, comerciantes, trabajadores, muchos de ellos con estatus legal e incluso con ciudadanía estadunidense. En cuanto a la libertad de expresión, pasa por su peor momento desde el macartismo: el presidente exige –y logra– que los medios despidan a periodistas y cancelen programas que desagradan al mandatario; las universidades son obligadas a enseñar únicamente lo que se alinee con la ideología del magnate, se equipara la expresión pacífica de las ideas con terrorismo. Los derechos a la salud y a la educación sufren embates sin precedente tanto por el desfinanciamiento como por la imposición de dogmas contrarios al consenso científico.
En conclusión, hoy más que nunca la evaluación de los derechos humanos en el planeta por parte de Washington debe rechazarse como un despliegue injerencista que nada tiene que ver con un interés legítimo por la vigencia de las garantías individuales, y todo con el empecinamiento de intervenir en los asuntos internos de otros países.