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Los billonarios desaparecen...
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▲ Sabina Berman es ensayista, novelista, guionista y periodista. Ahora da a conocer su nueva novela, Los billonarios desaparecen..., publicada por Grijalbo, en la que explora los límites de la desigualdad.Foto cortesía de Grijalbo
 
Periódico La Jornada
Domingo 27 de julio de 2025, p. a12

Con autorización de Penguin Random House, presentamos un adelanto de la nueva novela de Sabina Berman, Los billonarios desaparecen, que se presentará el 29 de julio a las 19 horas en el auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología.

—Amigos, amigas −empezó el anciano profesor.

Un muchacho le entregó un micrófono. Después de tomarlo, Wermer dijo:

−Gracias.

Ahora su voz se magnificó por cuatro bocinas en distintas orillas de la carpa:

−He venido aquí a explicarles lo que está por suceder. Son jóvenes y tienen prisa, sin embargo les voy a pedir un poco de paciencia. Lo que voy a explicarles no cabe en un tuit.

En el silencio que siguió, al fondo de la carpa uno de los detectives encendió la grabadora de audio integrada a su reloj de pulsera.

−Algunos de ustedes han oído mi historia −la voz de Wermer llenó otra vez la carpa−. A los diecinueve años concebí el Teorema Wermer, que algunos de ustedes posiblemente también han escuchado nombrar.

Con un gis trazó en el pizarrón algunas letras y números que cifraban su teorema mientras lo traducía a idioma llano:

−Siendo que los recursos siempre son limitados y el afán de ganancia de los individuos es siempre ilimitado, la condición de escasez es una condición universal. Por lo tanto −marcó tres puntos en el pizarrón, y siguió traduciendo a glifos lo que decía−, se establece siempre entre los individuos una competencia en la que los más capaces triunfan en la medida de su superioridad y los menos capaces pierden en la medida de su inferioridad.

−Bueno −siguió Wermer−, mi teorema sintetiza el credo seminal del modelo neoliberal. Lo formulé cuando ese modelo apenas había sido bautizado por los economistas y empezaba a volverse visible. Se me acusó entonces de una simplificación excesiva: el gran abanico de las transacciones humanas no podía capturarse en una fórmula tan simple, decían mis críticos.

Wermer asintió varias veces. Luego recomenzó:

−Pero para cuando yo tenía cuarenta y tres años, el modelo neoliberal era ya el preponderante en el mundo y mi fórmula se usaba con toda naturalidad y confianza. Por eso me entregaron un premio. El Premio Nobel.

Wermer tomó asiento en la silla, junto al pizarrón.

−Y hoy −continuó−, se afirma que mi teorema extrajo de la confusión la esencia de lo que siempre ha ocurrido en las transacciones humanas y que una moralina hipócrita nos impedía apreciar. Lo dicho: los recursos son limitados, la codicia y el egoísmo humanos son ilimitados, la competencia es la consecuencia natural, y el triunfo de los más aptos lo inevitable.

Wermer volvió a cabecear asintiendo.

−Bueno, déjenme decirles ahora esto. Mi teorema es una cadena de mentiras y una gran mentira en su totalidad.

Un rumor recorrió a los jóvenes. Alguien aplaudió.

Wermer le indicó con una mano que dejara de hacerlo:

−Cállate por favor, silencio. Esto es muy triste. Estoy contando la tragedia de mi vida, no aplaudas, si me haces el favor.

Wermer tomó aire profundo, y siguió con los ojos húmedos tras los lentes y la voz ensimismada:

−Bueno, durante décadas, mientras el uso de mi teorema se generalizaba, el gusano de la duda se fue colando a mi mente. Tal vez dudaba porque el escepticismo es mi segundo apellido. Tal vez dudaba porque estar en desacuerdo con las mayorías siempre ha sido mi mayor orgullo. En todo caso, me decía a mí mismo, mejor no intervengas, mejor muérete envuelto en la gloria, alguien de seguro corregirá en otro siglo el Teorema Wermer.

−Aristóteles −recomenzó Wermer luego de tomar aire−, espero que algunos de ustedes sepan quién fue Aristóteles…

Unos cuantos dedos índices se alzaron entre su auditorio de jóvenes.

−Yo sé −dijo una joven poniéndose en pie.

−Qué bueno −le replicó Wermer−, no es necesario que nos lo digas, solo confío que algunos sepan quién fue Aristóteles. La joven volvió a sentarse en la lona, desilusionada de no poder contarle al resto quién fue el filósofo.

−Decía que Aristóteles habló del éter como el quinto elemento de la Naturaleza −retomó Wermer−, una sustancia invisible por la que se propaga la luz y la fuerza de la gravedad. Fue hasta veintitrés siglos después de la muerte de Aristóteles que dos científicos, Michelson y Morley, anunciaron que el éter jamás había existido. Quiero decir que aun Aristóteles, el gran enemigo de las conjeturas humanas, erró más de alguna vez y quedó atrapado en una conjetura. Es así, me decía yo a mí mismo por aquellos años: la humanidad se sostiene a sí misma con verdades y con mentiras por igual, y así desistí de revisar mi teorema y dediqué mi atención a nuevos asuntos matemáticos. Entonces… Wermer se quitó los lentes empañados, limpió un cristal con la manga de su saco y luego el otro cristal.

−Entonces −retomó, y tragó saliva−, entonces ocurrió que un día daba una clase y sentí un jalón tremendo en el pecho… El gis se me resbaló de los dedos, me volví a ver a mis alumnos y les dije: estoy teniendo un infarto.

Después de unos segundos, Wermer se recolocó los lentes.

−Me trasplantaron un corazón joven. El corazón de una madre, la madre de dos niñas. Y este corazón con el que ahora vivo tiempo prestado es el que desde entonces piensa dentro de mí −se tocó el pecho−. No volví a las aulas luego del trasplante, me dediqué a cultivar abejas. No me dilato en hablarles hoy de apicultura, solo les digo que fueron las abejas las que me mostraron por qué mi famoso teorema está equivocado. Déjenme decirles cómo está equivocado.

Wermer se levantó de la silla y fue leyendo parte por parte otra vez su teorema.

−Mi teorema afirma que los recursos siempre son limitados y la codicia de los individuos, en cambio, es ilimitada. Pues bien, mis millones de abejas disponen de las hectáreas de f lores de un parque vecino y extenso, pero no pueden, ni quieren, succionar el néctar de todas las flores. Succionan solo el néctar suficiente para estar repletas y regresan al panal. Y no trabajan más que en las horas llenas de luz, jamás se desviven en la noche por succionar más. Por lo tanto, se deduce que la afirmación de que la escasez es una condición universal es falsa.

Tachó con el gis una parte del teorema. Siguió:

−Y por consiguiente que la competencia sea una condición ineludible tampoco es cierto.

Tachó otro grupo de letras y números.

−Ergo, la idea de que es ineludible el triunfo de los individuos más aptos y la derrota de los menos aptos es falsa también.

Tachó el resto del teorema. Se quedó mirándolo con tristeza, su teorema ahora tachado parte por parte, y una lágrima se le resbaló de un ojo.

−Lo que mi teorema captura −dijo vuelto así de espaldas a su auditorio, avergonzado de mirar a nadie− no es un modelo universal: es solo un modelo posible, el modelo de la escasez, la escasez que provoca la lucha de la competencia. Existe otro modelo posible, el que rige a las abejas y a la mayoría de las demás especies gregarias: el modelo de la abundancia. Un modelo consustancial a la cooperación. Es decir, si existe abundancia, existe cooperación; y viceversa, si existe cooperación, existe la abundancia.

Se volvió a ver el mar de rostros frescos y sin arrugas.

−De cierto −anunció−, el modelo de la abundancia es la estrategia genial que las especies sociales han perfeccionado a lo largo de milenios para asegurar la felicidad de su tribu.