a relación entre México y Estados Unidos es, por naturaleza, una intrincada red de interdependencias, dictada por la geografía, moldeada por la historia y unificada por la economía. Esta vecindad forzosa ha dado lugar a una simbiosis innegable, donde la vida de millones de mexicanos en Estados Unidos y una robusta economía binacional con cadenas de valor profundamente integradas son testimonio de nuestra interconexión. Las remesas, que anualmente ascienden a 68 mil millones de dólares, son un claro ejemplo de este vínculo vital, cuya importancia quedó patente esta semana con la propuesta de gravarlas con 5 por ciento de impuesto, afortunadamente no concretada. Este episodio subraya la fragilidad de nuestra relación ante cambios de política interna en Washington.
La actual administración estadunidense representa un viraje significativo, tanto en forma como en fondo, para una generación de políticos mexicanos acostumbrados a una realidad que se acabó en 2025. Lejos del liberalismo económico y la promoción del desarrollo compartido que caracterizaron décadas anteriores, esta administración aboga por el proteccionismo y la reindustrialización de Estados Unidos. La narrativa de que el crecimiento económico de México disminuye la presión migratoria ha sido remplazada por una visión más aislacionista: los problemas de México son, sencillamente, problemas de México.
Este cambio de tono, la agresividad narrativa y la desinhibida pauta de publicidad francamente discriminatoria en México han tomado por sorpresa a la clase política mexicana, sin distingo de partidos o afinidad ideológica. Durante décadas, el servicio exterior, la diplomacia, los mecanismos de cooperación, las cámaras empresariales, las organizaciones sindicales, los bancos y el Estado mexicano en su conjunto, se acostumbraron a interactuar con un vecino que, si bien siempre persiguió sus propios intereses, mantenía la fachada de socio y amigo. Esta percepción, aunque parezca meramente retórica, era fundamental para que México construyera su argumento de venta
ante el mundo: una plataforma logística y manufacturera privilegiada para el mercado más relevante del planeta.
Esa lógica ha cambiado por completo y, lo que es más preocupante, no parece que vaya a regresar al estado anterior. Ni siquiera se asemeja a la postura de distancia prudente y tintes nacionalistas que México mantuvo a principios y mediados del siglo XX. En su lugar, nos encontramos en una posición frecuentemente reactiva, percibida como social y políticamente injusta, donde México se ha convertido en un problema constante en la agenda y el debate estadunidense. Las palabras importan, y si las últimas tres décadas estuvieron marcadas por globalización
, integración
, competitividad
y crecimiento regional
, hoy han sido suplantadas por seguridad
, “ narcoamenaza” y migración ilegal
( sic). En la narrativa de la Casa Blanca, México ha dejado de ser un socio para convertirse en un problema.
No existe un libreto prestablecido para tratar con Donald Trump. Vivimos en una era donde los autoritarismos emergen, paradójicamente, desde la misma escalera que les ha brindado la democracia. Asistimos a una regresión hacia el centralismo y el proteccionismo, un fenómeno en el que la política, en un giro revanchista, le está cobrando a la globalización todas las promesas sociales incumplidas y las expectativas defraudadas.
En medio de este vendaval de incertidumbre, México se prepara para la renegociación del T-MEC. Este tratado no es sólo un acuerdo comercial; es el instrumento que, durante el primer cuarto del siglo XXI, confeccionó y dio forma a la industria mexicana tal como la conocemos hoy, permitiéndonos navegar las complejidades de un entorno global en constante transformación. La próxima renegociación no será sólo un ejercicio técnico-económico, sino una prueba de la capacidad de México para adaptarse a una nueva realidad geopolítica y para defender sus intereses en un tablero que ha rescrito sus reglas.
No es sólo el gobierno. Es toda una generación vinculada a lo público y a lo privado, a quienes la realidad simplemente sorprendió. Nos preparamos durante casi un siglo para poder lidiar eficazmente con Estados Unidos, y el tablero, las reglas y el nombre del juego, acaban de cambiar. Lo más grave es que no parece ser una tormenta de cuatro años, sino el nuevo signo de los tiempos.