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Bukele: la ilusión de la seguridad
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l gobierno de El Salvador desplegó ayer 2 mil soldados y mil policías en cinco barrios de Apopa, ciudad localizada en el norte de ese país centroamericano, en respuesta a denuncias ciudadanas sobre actividad de grupos delictivos, según lo informó el presidente Nayib Bukele en la red social X. La aparatosa movilización en la localidad, que tiene 130 mil habitantes, incluyó la instalación de puntos de inspección policial, tanto en las entradas y salidas de Apopa como en varias de sus calles. En un recuento dado a conocer por las autoridades, en las primeras horas del despliegue se logró la detención de cuatro presuntos integrantes de la pandilla Barrio 18.

Los hechos referidos ocurren con el telón de fondo del estado de excepción impuesto por Bukele desde hace más de dos años, cuando declaró una guerra contra los grupos delictivos que aterrorizaban a la población, controlaban importantes porciones del territorio salvadoreño y extorsionaban a un gran porcentaje de la ciudadanía. En aquel momento –marzo de 2022– los homicidios habían alcanzado la escalofriante cifra de más de 100 por cada 100 mil habitantes.

La presidencia de Bukele emprendió una persecución masiva y una ola de detenciones sin orden judicial que ciertamente lograron disminuir de manera radical los asesinatos y otros delitos en el país, pero que dejaron las prisiones salvadoreñas rebosantes de reos y colocaron al país como la nación con mayor porcentaje de su población en la cárcel, con 605 presos por cada 100 mil habitantes.

En la medida en que están permitidas las aprehensiones sin autorización de un juez y únicamente con base en la apariencia de los individuos, en los centros de detención de El Salvador hay un alto número de inocentes, como han denunciado organizaciones humanitarias nacionales e internacionales.

Caer en manos de la policía salvadoreña por sospecha de pertenecer a una pandilla significa pasar un periodo indefinido sin derecho a juicio, en situación de aislamiento y sin que abogados o familiares puedan saber siquiera en qué cárcel se encuentra la persona en cuestión. Historias de tortura, tratos inhumanos y degradantes, privación de alimentos, palizas y ejecuciones extrajudiciales han trascendido los muros de las prisiones y han motivado múltiples denuncias contra el régimen. En suma, la pacificación y la seguridad pública logradas por Bukele se basan en una masiva violación de los derechos humanos.

Como resultado del drástico decremento de los índices delictivos, la popularidad del gobernante se vio impulsada hasta niveles sin parangón en el mundo, y en los comicios generales de febrero pasado el presidente logró relegirse con más de 84 por ciento de los votos, y su partido, Nuevas Ideas, se aseguró el control de la Asamblea Legislativa con 54 de los 60 escaños. La sociedad, exasperada por la inseguridad y la violencia delictiva que imperaban hasta 2022, se arrojó en brazos del punitivismo y el populismo penal del gobernante salvadoreño.

Los espectaculares resultados de la lucha contra la delincuencia, sin embargo, contribuyen a soslayar un hecho preocupante: que las causas sociales profundas de la criminalidad –la pobreza, el desempleo, las carencias de salud y educación, la desigualdad, entre otras– permanecen intactas y, de no ser combatidas, tarde o temprano desembocarán en la formación de más infractores y en una nueva crisis de violencia e inseguridad, acaso agravada por el rencor incubado en las decenas de miles de salvadoreños que han padecido la más extrema brutalidad policial, muchos de ellos sin haber cometido delito alguno.

Cabe preguntarse si la reactivación de la actividad delictiva en Apopa no es ya un síntoma temprano de la superficialidad y la barbarie con que se ha abordado el desmantelamiento de las pandillas y si la seguridad y la paz construidas por la barbarie de Estado que ha venido aplicando Bukele no va a revelarse como una ilusión.