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El vuelo de Brancusi
E

l Museo de Arte Moderno de París, conocido como Centro Pompidou, presenta una reveladora exposición de la obra del escultor Constantin Brancusi. Se trata, en efecto, de una muestra de la revelación, buscada por este escultor de origen rumano, de la esencia de los seres y las cosas: el alma.

En cada una de sus obras, Brancusi despoja de su apariencia superficial el objeto que esculpe, a fin de que su fondo esencial, su ser real, se manifieste. Las formas se purifican, lo sobrante desaparece, caen las envolturas y, de este despojamiento brota el ser profundo, la expresión luminosa del sentido que lo anima a emprender el vuelo. He buscado durante toda mi vida la esencia del vuelo, nos dice este artista. De este anhelo de atrapar el vuelo del pájaro nace la serie que inicia con la Maïastra (pájaro estilizado), serie de 27 obras que le tomó 22 años de su vida: “Quise que la Maïastra alce la cabeza sin expresar, por este movimiento, arrogancia, orgullo o desafío. Ese fue el problema más difícil y, luego de un gran esfuerzo, logré integrar en este movimiento el apogeo del vuelo”.

Calificado de artista abstracto por la crítica, así como de surrealista, Brancusi rechaza ambas clasificaciones y se afirma hiperrealista: “Son unos imbéciles quienes dicen que mi trabajo es abstracto… lo que califican de abstracto es lo más realista, es lo que es real; no es la forma exterior, sino la idea, la esencia de las cosas”, responde Brancusi a la crítica. A semejanza de Rodin, en cuyo atelier pasa un breve periodo, desea expresar lo propio al hombre: no una infinidad cuantitativa (la grandilocuencia), sino una infinidad cualitativa, su alma, más allá de cualquier medida. Esta ambición no significa el abandono de la materia, al contrario, es el uso apropiado de su naturaleza al servicio de una realidad más fundamental que toca lo inmaterial. El genio de Brancusi es hacer coincidir el fondo y la forma, traer a la superficie el alma de las cosas, dar materia a la revelación fulgurante.

Nacido en 1876, en el entonces principado de Rumania, donde llevó a cabo estudios de bellas artes, Constantin Brancusi llega a París en 1904, después de un largo trayecto emprendido a pie. Víctima de una lluvia torrencial en Suiza, sufre una pulmonía y se ve hospitalizado. Aliviado, termina en tren su periplo a la capital francesa. Amigo de Fernand Léger, Marcel Duchamp, Amadeo Modigliani, después de una breve etapa de aprendizaje en el taller de Rodin, de quien se aleja porque nada crece a la sombra de los grandes árboles. Brancusi desea trazar su camino personal y se instala en el espacio, agrandado con los años, que será su taller. La reconstrucción de éste, parte de la actual exposición, fue realizada hace buen tiempo en el exterior del Centro Pompidou, al cual se incrusta como una extensión. Su admiración por Rodin no decae, pero Brancusi quiere ir más lejos. La Prière, de 1907, ilustra la génesis de esta ambición: la mujer arrodillada es una alegoría, a la vez, del recogimiento, la soledad y el tormento. Pero, para este artista, La Prière es aún demasiado figurativa. Con Le Baiser, 1907, primera versión de una larga serie, el escultor deja atrás una etapa. Bloque de piedra donde se ven dos rostros unidos, casi fundidos. Los rasgos son apenas esbozados, la figuración es mínima: se trata de expresar la esencia del beso más allá de cualquier personalización. ¿Qué se ve en este abrazo en el cual los amantes parecen abolirse uno a otro? Búsqueda de unión, anhelo de constituir una totalidad autónoma. Esta expresión del impulso amoroso se efectúa mediante la supresión de la singularidad de los amorosos y, en esta evanescencia, se manifiesta la esencia misma del Eros. Brancusi afirma sin duda alguna: las formas exteriores están lejos de la verdad esencial, alejadas del gran evento del nacimiento de los seres, de sus dichas y sus tragedias, sin siquiera hablar de la grandeza de la vida y de la muerte.