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15 de mayo

A

unque la gente suele tratarme de maestro, yo más bien me reconozco enseñante, o aprendiz de enseñante, no sé qué tan bueno o malo, pero sí apasionado, dialogante, abierto –hasta la ingenuidad, que quisiera inocencia, no bobería–.

Acaba de pasar el día del maestro (de la maestra no menos, acatemos las exigencias de los tiempos; y quizá más), que de una manera rara, a la par incómoda y maravillosa, coincide con la fecha que mi acta de nacimiento da (cierto no es) de mi llegada al mundo. Acta de nacimiento es destino, supondré. A los 20 años, o más o menos, dije (para mí nomás, me dije): Si algo no voy a hacer en esta vida (ah, la juventud) es ser maestro, y al año ya estaba dando clases.

Una anécdota simpática, o así la veo: creo que para entonces no había salido de Jalisco (había, sí, ido a Melaque, creyendo que era Colima, y no: es, y ¿para qué aclararlo?, Jalisco), y uno de mis alumnos (prepa 4, UdeG, algo conflictiva por cierto) me pregunta: Maestro, ¿de dónde es usted? ¿Cómo de dónde? Sí, ¿de qué país? Faltó que me dijera ¿de qué planeta? Pero volvamos al camino del amor. Desde entonces soy maestro, mayormente de poesía, mas desde la poesía abarco también otras áreas. Repetiré: bien o mal, pero lo hago, y quienes han trabajado conmigo (creo) no creen que tan mal.

Finalmente solucioné un problema, o tal vez, que por años, muchos, he tenido, con esta frase: La poesía es mi amor, enseñar es mi pasión. Sabrá Dios, uno no sabe nunca nada. Pero de allí me agarro, y en un buen tiempo no me soltaré. He enseñado a adolescentes y a personas muy mayores, hasta de 90 años, según recuerdo. A personas cultivadas y a personas casi sin escolaridad, a presos y a libres y libertarios (a veces por libertarios precisamente presos), a señoras de postín y a vagos irredentos (tanto no, no tanto, no).

Todo maestro sabe, y si no nada sabe, que enseñando aprende.

Alguna vez un invitado a mi taller (no tallerista, invitado, bien que muy inteligente, por eso lo invité) dijo que el taller muy bien, “pero las señoras…”. Tuve que responderle: –No sabes cómo se aprende de los que no saben.

Sabio no es aquel que enseña, sabio es aquel que aprende y dicho mejor: que sabe aprender. Ése (ésa) sí que es un(a) maestro(a).

La columna aquí arribita termina, pero concluyamos con otra cosa: la felicidad del maestro, que incluye el enseñar, consiste en aprender (a enseñar, a aprender).