Opinión
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Juan Ortega, triunfador en Sevilla
C

artel postinero el lunes pasado en la Real Maestranza de la Caballería Sevillana, con Morante de la Puebla, Juan Ortega y Daniel Luque con toros de Domingo Hernández, algunos con cinco años y medio.

Ortega fue poesía desbordada en la modulación matizada del torear acariciando, sordo y ciego de lancear sin tocar, fragor de loco frenesí entre imágenes húmedas, en la profundidad de la división sol y sombra. Giro caleidoscopio de colores, ritmo y magia, heredado de los toreros del ayer –Curro Romero, Rafael de Paula y el mismo Morante– que lo contemplaba y no lo creía.

Juan Ortega dominó a un toro que se veía noble; aparentemente, el toro ideal. La realidad es que pudo con el toro y de su muleta surgió un toro noble al que lidió con el centro de la muleta, no con el pico como se acostumbra. Al ritmo atormentado de las noches sevillanas en que se escondía el toreo mágico, el inesperado. El de las auroras evocadoras de puyazos de punta a punta en todo lo alto como racimos de uva, vapores de incienso, eco de cantares que encerraban la esfera, promesa de toreo grande y encuentro a su vez inesperado del duende revelador.

En lo personal desde la televisión, las verónicas de Ortega me parecieron lo más profundo del ser, danza común, red de significaciones mutuas que se volvían una al estar implicados en la pareja toro y torero. Visión y responsabilidad del otro, inscritos en doble espera de un duende que se inscribía y difería y daban a cada pase una natural relación de significación.

Juan Ortega, moreno de verde luna, cargaba la suerte y remataba con una media que daba la sensación de que todos éramos uno lidiando al toro que sustituyó al de Domingo Hernández.

Imperio subterráneo el de Juan Ortega de íntima radiación y acariciar el azar como no queriendo, suavecito, hasta caer integrados en ondulaciones que al romper creaban una belleza inexpresable muy parecida a las sensaciones arrulladas suavemente que abrían la curva del pase natural con el pase de pecho.