Editorial
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Convención de Viena bajo fuego
E

l ministro iraní de Relaciones Exteriores, Hosein Amir-Abdollahian, acusó a Estados Unidos de haber aprobado el bombardeo israelí contra su consulado en Damasco, en el que fueron asesinadas 16 personas, incluidos dos militares de alto rango. Para el canciller, el hecho de que Washington se opusiera a una resolución en el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas que condenaba el ataque es un indicio de que la Casa Blanca le dio luz verde a su aliado Benjamin Netanyahu para llevarlo adelante. La subsecretaria de prensa del Pentágono, Sabrina Singh, aseguró que el ejército estadunidense no participó en la masacre del 1º de abril, pero no negó que su gobierno tuviera conocimiento previo de que éste se llevaría a cabo.

Sean o no ciertas las aseveraciones de Teherán, el silencio de Washington en torno a éste y otros crímenes perpetrados por Israel, el continuo envío de armas a Tel Aviv y el uso de su poder de veto en Naciones Unidas para mantener impune al régimen sionista muestran que la superpotencia antepone sus intereses geopolíticos a la legalidad internacional, y en particular a la inviolabilidad de las sedes y el personal diplomáticos consagrada en el artículo 22 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961, que a la letra dice: Los locales de la misión son inviolables. Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos sin consentimiento del jefe de la misión.

El asalto contra la embajada de México en Ecuador, ocurrida sólo cuatro días después de la brutal agresión en Medio Oriente, es una alarmante señal de que la violencia contra sedes diplomáticas podría ser una nueva tendencia mundial. En este sentido, es insoslayable remarcar que la integridad de embajadas y consulados no se atropelló ni siquiera durante las dos guerras mundiales del siglo XX, bajo dictaduras militares como las de Augusto Pinochet y Rafael Videla, o en fascismos como el de Franco.

Las transgresiones a la Convención de Viena no sólo afectan a las naciones directamente agredidas, sino que socavan siglos de una construcción civilizatoria que estableció la inmunidad diplomática como única forma de hacer posible el entendimiento incluso en contextos de guerra: la extraterritorialidad de los recintos diplomáticos y de su personal ha permitido que se mantenga siempre un resquicio para el diálogo, y son una base fundamental de la confianza mutua entre los Estados. Salvando todas las distancias entre una masacre y un asalto policial sin víctimas mortales, Tel Aviv y Quito se han unido en la destrucción de un instrumento irrenunciable para la convivencia entre países y han puesto en entredicho la certidumbre que se requiere en la conducción exitosa y pacífica de los vínculos bi o multilaterales imprescindibles en la sociedad global.

La única manera de restaurar la certeza en la legalidad internacional es repudiar y sancionar de manera enérgica las violaciones perpetradas por Tel Aviv y por Quito; si sus acciones quedan impunes, en lo sucesivo ningún país podrá enviar representantes al exterior con la confianza de que sus investiduras y sus vidas serán respetadas.