positores al gobierno de Benjamin Netanyahu salieron ayer a las calles de Jerusalén por decenas de miles para expresar su repudio a las exenciones del servicio militar que el régimen israelí otorga a los seminaristas judíos ultraortodoxos, en protesta por el sangriento fracaso de la ofensiva militar en contra de la población de Gaza, en demanda de que Tel Aviv consiga la liberación de los rehenes que desde el 7 de octubre del año pasado se encuentran en poder de Hamas y en reclamo de la realización de elecciones de manera inmediata. En Tel Aviv, la ciudad que la comunidad internacional reconoce como la capital de Israel, familiares de estos cautivos bloquearon una de las autopistas para condenar el fracaso de Netanyahu.
Es significativo de la enajenación patriotera que domina a buena parte de la sociedad de Israel que el motivo central de los actos de protesta no fueran el genocidio de palestinos que vienen cometiendo en Gaza las fuerzas armadas israelíes (IDF, por sus siglas en inglés) desde hace seis meses, y que ya ha costado la vida de más de 32 mil 700 gazatíes, niños y mujeres en buena parte; la despiadada destrucción humana y material emprendida en la franja, ni la casi inconcebible crueldad contra una población a la que le han destruido la mayor parte de los hospitales, escuelas, templos y centros de refugio y se le niega a capricho la recepción de ayuda internacional de emergencia.
A pesar de esa generalizada insensibilidad, la oposición interna a Netanyahu podría representar una esperanza de poner fin a la carnicería en curso en Gaza, en la medida en que mientras más dificultades domésticas enfrente el régimen ultraderechista, más arduo le resultará culminar la tarea que se ha fijado a sí mismo: negar a los gazatíes que sobrevivan a cualquier forma de gobierno, administración o control de su territorio; de ser posible, expulsarlos de él y, por descontado, emprender un pillaje a gran escala de tierras y recursos de esa devastada región, la cual hasta antes de octubre de 2023 era calificada como la mayor cárcel al aire libre
y que hoy Tel Aviv ha convertido más bien en el mayor cementerio al aire libre.
A estas alturas, es claro que el gobierno de Estados Unidos, principal soporte económico, diplomático, militar y propagandístico del Estado israelí, no va a variar su política de respaldarlo, sea cual sea la gravedad y la escala de los crímenes de guerra perpetrados por el régimen de Netanyahu; por el contrario, Washington sigue enviándole ingentes cantidades de armamento, pese a la evidencia de que ese abasto es empleado en el asesinato de población civil, y no sólo en Gaza, sino también en Cisjordania y la Jerusalén Oriental, además de Líbano y Siria. Con Estados Unidos y sus aliados occidentales dispuestos a perdonarle a Tel Aviv cualquier atrocidad, es difícil imaginar que la comunidad internacional pudiera adoptar las medidas que debieron tomarse hace mucho tiempo para imponer en la región una paz basada en la solución de los dos estados –uno judío y otro palestino– y que pasan por un embargo mundial semejante al que debilitó el régimen racista sudafricano y que resultó decisivo para su fin, en 1992.
En tales circunstancias, sólo un cambio de gobierno en Israel mismo podría representar un alivio a la pesadilla de muerte y destrucción que viven las poblaciones palestinas. Debe considerarse, adicionalmente, que el régimen de Netanyahu está causando un gravísimo daño a su propio país, no sólo por los 600 soldados israelíes muertos en lo que va de esta ofensiva, sino, sobre todo, por la catástrofe moral que más temprano que tarde se abatirá sobre los propios israelíes cuando se den cuenta que han permanecido indolentes y pasivos ante las masacres de inocentes que se han venido cometiendo en su nombre.