Editorial
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Agua: desafío inaplazable
E

n lo que va del año, la cuenca donde se encontraba la extinta laguna de Zumpango ha sufrido dos fuertes incendios de maleza y lirio acuático. El 4 de enero un siniestro tardó tres días en sofocarse por sí mismo. Pese a que dicha conflagración consumió 60 por ciento de los terrenos áridos, ayer un nuevo fuego produjo una densa nube de humo y volvió casi nula la visibilidad sobre un tramo del Circuito Exterior Mexiquense.

El que un lecho lacustre sea pasto para las llamas constituye el más elocuente ejemplo de la magnitud alcanzada por la sequía que azota a la mayor parte del territorio nacional y que en los tiempos recientes se agudiza año con año. En la Ciudad de México, así como en muchas otras urbes, cobra la forma de dramáticas reducciones en la frecuencia y la potencia con que se envía el líquido a los hogares, con el resultado de que miles de ciudadanos quedan a expensas de empresas abusivas que exigen cifras irracionales por el servicio de pipas. Como las colonias más afectadas por los recortes suelen ser también las de menores recursos, las personas más vulnerables son las que enfrentan mayores costos por la escasez.

La situación, como todos los grandes problemas contemporáneos, es multidimensional y las soluciones requieren medidas en un abanico de ámbitos. La más evidente de las causas reside en el cambio climático que ha alterado el régimen pluvial en todo el planeta, sometiendo a unas regiones a sequías históricas y a otras a inundaciones igualmente inéditas. La conjunción de esta crisis con el fenómeno natural cíclico de El Niño ha llevado a que, en México y otros países, las presas se encuentren en mínimos, los ríos desaparezcan o se reduzcan de maneras alarmantes, los incendios consuman extensiones pasmosas de cubierta forestal y las actividades agropecuarias resientan enormes pérdidas.

El escenario, ya escabroso, es empeorado por malas prácticas, negligencia criminal y, en general, por el egoísmo que prima en el uso de los recursos naturales bajo el capitalismo. En el aspecto de la responsabilidad individual, es manifiesto que en los barrios de clase media y alta se derrocha de manera despreocupada el líquido en su cotidianidad, desde microacciones como dejar los grifos abiertos durante las operaciones de higiene personal y doméstica, hasta el empleo ostentoso del líquido en campos de golf y albercas privadas. En la Ciudad de México es de todos conocido que cada gota de agua desperdiciada en el poniente es sustraída a quienes más la necesitan en el oriente.

Este problema se podrá enfrentar con el aprovechamiento debido del agua de lluvia, la cual es idónea para el riego de jardines, lavado de autos, inodoros, entre otros usos en los que podría prescindirse del agua potable sin riesgo alguno para la salud. Pero el grueso del líquido no se destina al consumo directo, sino a la agricultura y la industria. Allí, donde la disponibilidad de capitales y las regulaciones gubernamentales deberían propiciar el uso más racional y sensato, la realidad está marcada por la indolencia y el abuso. Deforestación para abrir nuevos terrenos a la siembra, cultivos de alto consumo destinados a la exportación, riego insostenible y otros vicios hacen de la agricultura un sector que amenaza la existencia del recurso más vital para su propia sobrevivencia. En la industria, el uso de agua potable en tareas que podrían realizarse con líquido tratado supone una afrenta para la humanidad, mientras el vertido de desechos tóxicos por fábricas y minas es un crimen que vuelve ríos, lagos y mantos freáticos fuentes venenosas, incapaces de sustentar vida y vehículos de enfermedades para animales y humanos. Estos abusos son resultado tanto del poder desmedido que tienen las grandes corporaciones locales y foráneas como de una legislación deficiente que no está diseñada para garantizar el acceso al agua como derecho humano, sino para estimular los negocios de unos pocos a expensas de la vida de las mayorías.

En México y en el mundo se ha llegado a un punto en que es imposible voltear la mirada hacia otra parte, pues el manejo del agua es, de la manera más literal e inmediata, un asunto de vida o muerte. En lo que toca al país, se requiere una intervención mayúscula, en la que se empeñe toda la voluntad política y social para rescatar este recurso. A partir del reconocimiento de que el estrés hídrico es un desafío a la seguridad y la supervivencia nacionales, ha de desplegarse una batería de medidas legislativas y ejecutivas de infraestructura, concientización, racionalización, investigación y redistribución que eviten un colapso irreversible e inevitablemente catastrófico.