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Ridley Scott, Donald Trump e historia de la posverdad
E

n el Trump National Golf Club en Virginia hay una placa con el nombre del ex presidente −el ávido jugador de golf y dueño de varios clubes− que conmemora una espantosa batalla: Muchos grandes soldados estadunidenses, tanto del Norte como del Sur, murieron en este lugar, se lee. Las bajas fueron tan grandes que el agua se tiñó de rojo y por eso se conoció como El Río de Sangre. Si bien el afán de conmemorar la muerte de los soldados valientes parece noble −y más de los dos lados, aunque para algunos Trump era el siguiente presidente confederado (bit.ly/46tjSRh)–, hay un pequeño problema con la placa. Esa batalla nunca sucedió. En 2015, un reportero del The New York Times le preguntó por el asunto, diciéndole que los historiadores consideran su placa una invención. ¿Cómo pueden saber eso?, le respondió en aquel entonces el candidato presidencial. ¿Han estado ahí? (bit.ly/46oE5Yp).

Si bien podría parecer sólo otra pifia de alguien conocido por ser ignorante respecto a la historia –Trump no sabía de qué se trataba el ataque a Pearl Harbour; desconocía el significado de Juneteenth, el día festivo que conmemora el fin de la esclavitud en Estados Unidos; la comisión 1776 que estableció para promover educación histórica y contrarrestar el proyecto crítico de 1619 del New York Times que hablaba de la esclavitud y racismo en Estados Unidos, era una risa, etc.– Ridley Scott, el célebre director británico, cuyo Napoleón (2023) acaba de entrar a los cines, dijo lo mismo sobre las críticas a la veracidad de su película: “Cuando tengo problemas con los historiadores, les pregunto: ‘Perdón, compa, ¿has estado allí? ¿No? Bueno. Entonces, ¡cállate la p*** boca!’” (bit.ly/3GeiWpq).

Los comentaristas ya han celebrado la gira de prensa de Scott y sus entrevistas en los que se va full Trump como un tesoro de citas (bit.ly/3GdFvdJ), los historiadores que consultan para las películas ya han respondido truismos “que no hay que ‘estar ahí’ para tener una opinión informada” (bit.ly/47PslPJ), se le podría preguntar al director del Alien (1979) si hace falta haber estado ahí, para hacer un buen drama espacial, pero igualmente el problema es más amplio.

Napoleón es entretenimiento (y no, no es un llamado a que me rembolsen el boleto). Pero por lo mismo, al tratar con la historia, se presta a la llamada historia de la posverdad, que al privilegiar emociones y opiniones personales por encima de los hechos acaba distorsionándolos o fabricando nuevos. Como Trump, inventado batallas para hacer más atractivo su campo de golf. O –ejemplos ya un poco más de otro corte– como los nacionalistas polacos, inventando un inexistente campo de concentración (KL Warschau) para multiplicar el sufrimiento nacional o los nacionalistas israelíes inventando que los palestinos inventaron el Holocausto (véase: M. Gudonis, BT Jones, History in a Post-Truth World”, 2020, p. 16-20).

Podría parecer un detalle –más en tenor de la plaquita de Trump–, pero atribuir por ejemplo, como hace Scott, las acciones políticas de Napoleón como su regreso del Egipto a Francia en 1799 o su fuga de la isla de Elba en 1815 al amor a Josefina –se va, literalmente, porque la echa de menos–, moviendo incluso en el segundo caso por un año –esto no lo he captado al principio– la fecha de su muerte para que todo cuadre, como bien lo ha señalado un historiador que “no ha estado ‘ahí”, sólo ha escrito un libro sobre el tema (bit.ly/46soFT2), es precisamente esto: una condicionada emocionalmente historia de la posverdad.

Ahora: uno podría decir −aunque Scott, curiosamente, no lo ha hecho en ninguna de sus entrevistas− que el propio Napoleón ha sido muy bueno en ello. Su uso brillante de la propaganda para presentarse ante los franceses como héroe sobrehumano incluía haber establecido, como durante su invasión a Italia, su propio periódico, escribir sus propios artículos y −siempre cuando le convenía−, fabricar y promover su versión de la historia y de los hechos.

La (in)famosa masacre en Gaza en 1799 −sí, la misma Gaza que hoy está siendo nuevamente invadida y masacrada y cuyas colinas cubiertas de bosques de olivos, como escribió el mismo Napoleón, le recordaban el Languedoc en el sur de Francia− es un buen ejemplo. Después de la toma de Jaffa, Napoleón ordenó llevar tres mil soldados turcos a la playa al sur y fusilarlos, orden que causó revuelo entre sus generales a los que dijo −muy al estilo de Scott− que podían irse y volverse monjes y después de lo que un soldado escribió a casa que tarde o temprano la sangre de estas tres mil víctimas caerá sobre nosotros (David A, Bell, Napoleon: A Concise Biography, 2015, p. 39; véase también: Andrew Roberts, Napoleon: A Life, 2014, p. 237-238). Ahora bien, como ha señalado otro historiador, tal vez nunca sabremos qué exactamente ocurrió allí, porque desde el principio el mismo Napoleón empezó a circular su propia versión de los hechos, pintando incluso la masacre –algo que suena como la propaganda de un cierto Estado invasor y ocupante contemporáneo– como acto de compasión (bit.ly/47Osnay).

Lo mismo sucedió con la propia invasión al Egipto que fue un fracaso militar, pero Napoleón la vendió como triunfo. Por cierto, la escena donde ordena, durante la Batalla de las Pirámides (1798) –de hecho, según Scott, construidas por los extraterrestres y si piensas diferente vete a la m***** (bit.ly/46owxoE)– dispararles, es un invento. Esto nunca sucedió. Y no. Por suerte −lo sé, aunque no haya estado ahí− no hay ninguna plaquita que diga lo contrario.