l estilo hace la historia. La historia camina por su cuenta. Ella es todo lo que cuenta. Lo demás vale gorro. Pero cómo prescindir del modo. Su perfume, su condimento. Sal y pimienta, chile curtido, el detalle que cambia todo. Y ese cambio es lo mejor de la historia. Lo que hace que cuente. Sin ella no sabe. Y la historia hay que saberla, para que de veras cuente.
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Qué grande es la necesidad de que nos digan historias. Constituye un rasgo humano, la fascinación por los relatos alrededor del fuego. El reciente siglo de las invenciones llevó a otra escala esta producción de historias. Nuevas. O no. Masivamente. A fin de cuentas todas las historias posibles están contenidas en un puñado de libros muy antiguos y asombrosamente vivos. Gilgamesh, Odisea. Y cuando no, los textos sagrados de las religiones, que son puras historias donde lo que cuenta es la interpretación. Hasta hay guerras por eso. Todas las guerras son entre dos historias encontradas de vidas incompatibles: hay historias para destruir historias, matarlas.
En las pantallas abundan historias, cuentos, series, películas, videoclips en muchas lenguas. Una tras otra, nuevas
. Qué avidez de todos por que nos cuenten mitos urbanos, noticias reales, deformadas o falsas. Acaso sean mejor las explícitamente fantásticas. De cuando sabemos que es un invento, un montaje arbitrario. Una buena historia es tan o más real que la realidad, y resulta fácilmente inolvidable.
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El placer de contar historias. El placer de escucharlas, leerlas, recordarlas.
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Una historia es una estructura. Pero una estructura no es una historia.
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En nuestras historias no queremos que los personajes cometan nuestros mismos errores. Pero cometen otros.
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Los rufianes y los asesinos están sobrevaluados. Un rasgo de la cultura de masas de nuestro tiempo: la antipedagogía de los brutos y los sicópatas. Lo literario y lo cinematográfico, hoy por hoy, es creer a los policías, aunque se sepa que mienten, y a la vez admirar el carisma de los mafiosos. La realidad tendría que ser dicha en sus justos términos. Pero a la gente le encantan las exageraciones.
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Los héroes no comen, no beben, no duermen, están ahí, siempre disponibles para ejercer su heroicidad. El llamado lo es todo para ellos. También para las heroínas, las diferencias en el trazo de los dibujantes manga no es grande, apenas dos o tres detalles. Por lo demás, él y ella son iguales, esa clase de gemelos, la disparatada, ilógica, libérrima imaginación, esa fuerza que todo lo puede, aun lo inimaginable, tanto es su poder.
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Cuando leemos a, digamos, Nabokov, pensamos que es demasiado inteligente para ser normal. Luego nos distraemos en el debate de qué es lo normal, qué la inteligencia y ese galimatías inútil de las categorías cuando lo normal a nadie le interesa, es aburrido.
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Antes uno le soplaba al papel luego de escribir esas tintas gruesas. Para que se secaran. Era como soplarles el aliento, llevaban algo nuestro, aun los más humildes y monótonos escribanos, copistas, amanuenses, calígrafos. Hoy, más acá del siglo de los mecanoscritos, también extinguidos, la escritura es fría, ya ni bolígrafa, incorpórea, ajena a nuestro ser físico. Elástica, sí, pero determinada por la pantalla, dispositivo universal y triunfante. Ya nadie le sopla a lo que escribe.
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La prolífica necesidad humana que dio origen a la correspondencia, la mensajería de las palomas y el servicio postal. Una carta era algo
, y era única. Para alguien que iba a leerla, tocarla, quizás olerla, y guardarla.
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Cada quien su género, su lenguaje, su mester: El cine es la única forma que hemos encontrado de no morir
(Andrzej Zulawski).
Palabra de replicante 2049: Vida no significa vivir
… Sin infierno ni cielo para nosotros, el mundo es todo lo que tenemos
. O Lauren Daigle en la pista sonora: You make me feel almost human
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¿Por qué la gente no se cansa de llorar? Sobre todo en la vida real. A mi edad hacer nuevos amigos significa ir a más funerales
, dice una anciana en una película japonesa, en un comentario colateral.
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Los desenlaces son clímax o la reversa de la revancha. Es pregunta. Cuántas veces lo mejor quedó en el comienzo. Y cuántas otras el comienzo es lo de menos. Pero acabar, lo que se dice acabar, The End, sólo con algo de muerte. Ya era el truco preferido de los trágicos griegos. Lo recuperó Shakespeare. Mátalos, que algo queda.
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Hay gente que quiere ser periodista y otra que lo es sin querer; simplemente sucede. Empiezas queriendo viajar, contar historias, decir la verdad, tomar fotografías, y ¡zas¡, eres periodista. A veces no necesita ser especialmente una vocación, sino un feliz accidente
(parlamento de Vanessa Paradis como reportera de guerra en Frost, 2017).
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Qué fue primero donde comenzó lo humano. ¿En el canto? ¿O las historias, plasmadas en cuevas y riscos, quizás antes de haber palabras? No son lo mismo canto y cuento, ni en motivaciones ni en origen. Ya los juntaría Homero, enhebrando en cantos el cuento. Muchos siglos después la prosa liberaría al relato de los cantares y los rituales. También al texto dramático.
Es la fecha que premios literarios, periodísticos, cinematográficos y honoris causa coronan a cantadores o contadoras de historias. También hoy más que nunca los poderes reales los matan cuando estorban. Las historias de verdad, muerden. ¿Cuántos periodistas dijeron que van en Gaza estos días?