Opinión
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Los libros en peligro
E

n Francia, como en Europa y gran parte del mundo, los debates no se limitan a expresar opiniones contradictorias verbalmente. Toman ahora el camino de la violencia, incluso, del crimen. El asesinato de un profesor en la cité escolar de la ciudad de Arras ha provocado una inmensa emoción que se ha extendido a todo el país y sigue perturbando la atmósfera política y social de la República Francesa.

Este profesor, Dominique Bernard, de 57 años, era catedrático en letras y apasionado ferviente de la literatura universal, particularmente, de la francesa. Conocía a fondo los mejores autores, que enseñaba con entusiasmo a sus alumnos. Era muy respetado por ellos, que le tenían real afecto. Hoy día, todos expresan su tristeza, aunque las palabras les faltan para decir lo que sienten ante un crimen tan abominable como inexplicable.

Lo más perturbador es que el asesino, al ejecutar su gesto gritó: ¡Allah Akbar!, identificándose, así, con los islamitas más radicales y dar a su crimen significado religioso. Pero el director de la Gran Mezquita reaccionó de inmediato y contradijo esta identificación afirmando nunca haber visto a este personaje en ninguna ceremonia religiosa de la ciudad y afirmar que dudaba profundamente de su fe, que no era, sin duda, sino una impostura criminal que no podía más que dañar a la comunidad de musulmanes pacíficos apegados a sus hermanos palestinos, víctimas desde hace ya mucho tiempo de crueles persecuciones.

Numerosos comentadores hicieron entonces una importante observación: este terrorista no atacó un representante del orden público, policía o gendarme, sino a un profesor de literatura, representante de la cultura y, asimismo, de la civilización de un país.

Un analista filósofo evocó el triste recuerdo de la célebre frase histórica pronunciada por Baldur von Schirach, jefe de las juventudes hitlerianas en 1933, cuando gritó: ¡Cuando escucho la palabra cultura, saco mi revólver! El asesino criminal del profesor Dominique Bernard no pronunció las mismas palabras, pero las realizó en forma exacta con su acto.

La guerra contra la literatura se ha convertido hoy día, como en otras siniestras épocas de la Historia, en el objetivo de los destructores despiadados del trabajo paciente y constante del espíritu que dio nacimiento a una cultura fundadora de una civilización.

En el Siglo de las Luces, como se denomina al siglo XVIII de la Historia de Francia, son espíritus como Denis Diderot, Voltaire, Rousseau, literatos y filósofos, o sabios, como el matemático Jean d’Alambert, quienes crearon la gran Enciclopedia, obra que tuvo un papel decisivo en los acontecimientos históricos que siguieron.

No se trata, pues, de un azar si los terroristas atacan primero a las escuelas como a la enseñanza de la literatura y hoy asesinan a un profesor de letras. Dominique Bernard nos presenta el más triste ejemplo.

Algunos observadores se han vuelto muy pesimistas y expresan su inquietud ante los cambios del mundo moderno que varía los comportamientos ante el libro. La proliferación de imágenes y sonidos parece haber triunfado. Se ve en la calle caminantes con la mirada fija en su teléfono portátil, corriendo el riesgo de causar un accidente o de volverse ellos mismos las víctimas.

Ya no es casi nunca un libro lo que los distrae, es más bien el ruido. Ahora, los famosos buquinistas instalados en los muelles al borde del Sena, quienes encarnaban uno de los encantos de París, se ven amenazados de desaparición.

Las librerías, antaño tan frecuentadas, ven a veces los antiguos libros de sus vitrinas remplazados por vestimentas a la moda, mejores objetos de ventas. El comercio y la obligación de ganar el máximo provecho posible del mercado impone sus leyes. Es legítimo interrogarse sobre el sentido de esta evolución: ¿progreso o decadencia? La cuestión se plantea cuando los libros son amenazados por modernos consumidores y por asesinos fanáticos.