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Guerrero: violencia sin fin
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abitantes de 15 comunidades indígenas del municipio de Chilapa, Guerrero, se plantaron desde ayer sobre la carretera estatal José Joaquín de Herrera-Chilapa para exigir a las autoridades estatal y federal la presentación con vida de Marcelino Hernández Tecorral, Nicolás Rodríguez Díaz y Ángel Villalba Salvador, quienes se encuentran desaparecidos desde el jueves pasado. Sólo cuatro días antes, el domingo 13, Esteban Xochitempa y su hijo Juan Xochitempa Macario murieron baleados mientras cargaban gasolina. El 2 de agosto, el chofer de una vagoneta de servicio público fue asesinado en el camino que lleva al aledaño municipio de Tlapa, y al día siguiente el cuerpo sin vida de un taxista fue hallado a la salida de dicha comunidad.

Los Xochitempa, como los tres hombres sustraídos, eran integrantes del Concejo Indígena y Popular de Guerrero-Emiliano Zapata (Cipog-EZ), una de las organizaciones que han creado los pobladores de la región para enfrentar los embates del crimen organizado que iniciaron hace casi tres décadas y que han obtenido un control creciente sobre buena parte del estado. Al igual que la Cipog-EZ, la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Pueblos Fundadores (Crac-PF) denuncia que las recientes agresiones han sido perpetradas por Los Ardillos, la banda delictiva predominante en esta zona cercana a Chilpancingo, la capital estatal.

La violencia desatada por ese grupo y su rival, Los Rojos, ha alcanzado niveles tales que comunidades enteras han tenido que exiliarse en el intento de ponerse a resguardo; mientras quienes permanecen en sus territorios se enfrentan cada día al riesgo de muerte o desaparición forzada. El 19 de diciembre de 2018, 12 personas fueron desaparecidas y otras se vieron obligadas a huir de Rincón Tapila; el 27 de enero de 2019 la irrupción de un grupo delictivo en Rincón de Chautla dejó 12 muertos y dos heridos, y el 4 de mayo del mismo año fueron asesinados los concejales José Lucio Bartolo Faustino y Modesto Verales Sebastián. Al otro lado de la entidad, en San Miguel Totolapan, Carlos Marqués Oyorzábal, comisario del poblado de Las Conchitas, fue torturado, desmembrado y decapitado frente a su hijo de 11 años en abril de 2021. Esta sucesión de horrores ha orillado a los pueblos aglutinados en la Crac-PF a tomar medidas extremas, como la incorporación a sus filas de niños de entre 7 y 10 años de edad en 2019, o la presentación de un destacamento conformado por 31 niños y niñas, cuyas edades van de los 6 a los 11 años. Como expresaron los propios menores, su actividad dentro de la guardia comunitaria, basada en prácticas ancestrales, responde a la conciencia de que este cuerpo es la única oportunidad de sobrevivencia para ellos y sus familias.

En amplias regiones de la entidad sureña medran bandas que se disputan puntos estratégicos de producción y trasiego de enervantes, talamontes, caciques, paramilitares, redes de tráfico sexual, mineras coludidas con la delincuencia; actores que han sido denunciados de manera sistemática por los habitantes que permanecen inermes ante el abandono de las agencias de seguridad pública.

Es urgente rastrear y localizar a Marcelino Hernández, Nicolás Rodríguez y Ángel Villalba, así como detener y presentar ante la justicia a los responsables materiales e intelectuales de su desaparición. También resulta imperativo esclarecer los atentados contra Esteban y Juan Xochitempa, y todas las personas ultimadas por la simple razón de que intentaban dar seguridad a sus comunidades y mantener unido un tejido social que se desgarra ante las embestidas de la delincuencia.

Más allá de estas medidas inmediatas, es necesario abordar los múltiples factores que han llevado al alarmante deterioro de las condiciones de vida en Guerrero, pues el resultado de negligir el progresivo empoderamiento de los elementos antisociales quedó a la vista de toda la sociedad mexicana el mes pasado, cuando el crimen organizado movilizó a más de 5 mil pobladores de Chilpancingo y sus alrededores para presionar por la liberación de dos de sus cabecillas. Sin una acción decisiva del Estado, se corre un riesgo inminente de que escenas inconcebibles como las del 10 de julio se vuelvan macabra cotidianeidad.