Opinión
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Censura
L

a censura que ejercieron el instituto y el tribunal electorales, junto con el juez Santos, contra el Presidente por frases que no dijo, me puso a pensar en que los neoliberales tienen esa tentación desde el inicio. Dos de sus más destacados publicistas, la best-seller Ayn Rand y el actor Ronald Reagan, fueron los redactores del código de censura en Hollywood en los años del macartismo. Rand fue llamada por Alan Greenspan, el presidente de la Reserva en Estados Unidos desde 1987 hasta 2006 como la defensa moral del capitalismo. Reagan, lo sabemos, fue electo como presidente con el mismísimo Make America Great Again, que retomaría Trump.

Los dos libros que supuestamente fundan científicamente al régimen de apropiación de riqueza pública al que llamamos neoliberalismo, La riqueza de las naciones, de Adam Smith, y El camino a la servidumbre, de Friedrich Hayek, fueron mutilados en sus ediciones estadunidenses para que no tuvieran ningún matiz en favor de la intervención del Estado. Como sabemos, ambos libros tienden a contemplar cierta función al Estado y no todo se resuelve por el libre mercado. En el caso de Adam Smith, es muy claro, no sólo su recomendación de regular a la banca y el papel del Estado cuando el mercado no logra hacer coincidir oferta y demanda, sino su idea de un sujeto económico que tiene resortes morales y no sólo su propio interés. Hayek, por su parte, escribió en el original de su libro –y no en el resumen que la Du Pont mandó imprimir por decenas de millones al Selecciones del Reader’s Digest en los años 50 y 60– que lo malo del Estado no es su intervención, sino su favoritismo. En el momento del inicio de la campaña de publicidad a favor de las empresas privadas como garantes de la libertad, tanto la industria eléctrica como las minas de carbón habían incumplido con ese mercado que actúa supuestamente mecánico e indiferente a cualquier presión: las zonas rurales no tenían electricidad, y los niños y niñas seguían trabajando en fábricas y minas, argumentando la libertad de los padres de decidir en qué empleaban a sus hijos. Pero esa campaña tenía que actuar con base en una justificación a la que se le habían arrancado muchas páginas.

En ese inicio, la campaña necesitaba silenciar todo lo que no asegurara que la libertad corporativa y la libertad personal eran la misma cosa. Para ello, las empresas abrieron un programa de televisión, General Electric Theater, en el que Reagan contaba historias de superación personal, donde bastaba la voluntad para salir adelante. La idea era confundir la libertad de escoger con la libertad de quienes deciden las opciones a escoger; es decir, el poder de decisión individual con el poder estructural. Además, Reagan visitaba las fábricas donde hablaba contra el gobierno comunista –cualquier gobierno que tomara decisiones que no fueran del parecer de los empresarios–y en contra de los sindicatos. Fue él quien empezó a decir –como algunos jueces mexicanos, hoy– que existía la libertad de competir. Y usó, no la palabra liberty, que normalmente se considera como algo constreñido al derecho de otros, sino freedom, que se refiere al ideal del cowboy armado que no obedece más que su propio interés. Tradicionalmente, los estadunidenses sabían que los valores del mercado no eran los de la sociedad, porque en la economía salvaje no existe ni la justicia ni la responsabilidad del conjunto de un país para con los más vulnerables. En un discurso de 1864, Abraham Lincoln ya había establecido esta diferencia: El pastor ahuyenta al lobo de la garganta de la oveja, por lo que la oveja agradece al pastor como su libertador, mientras el lobo lo denuncia por el mismo acto como destructor de la libertad. Claramente, la oveja y el lobo no coinciden en su definición de libertad. Isaiah Berlin lo retomaría en 1959, en pleno apogeo de la campaña pro-empresarios: La libertad del lobo es la muerte de las ovejas. La libertad, antes de que los empresarios la manipularan a su favor con el entusiasmo de no pocas ovejas, era una cuestión para valorarse en cada contexto y no un absoluto. Hacerla freedom y convertirla en irrestricta y hasta autónoma, hizo de la libertad lo que ahora se dice sin rubores: que si el Estado regula alguna industria, hay dictadura. No existe ejemplo más claro de la confusión entre la freedom del lobo y la liberty de la oveja que la campaña de Edward Bernays en 1929 llamada Antorchas de Libertad, en que se hizo desfilar por las calles a mujeres fumando cigarros como símbolo de emancipación. Las cigarreras tuvieron su libertad, las usuarias su enfermedad respiratoria. (Por cierto, resulta interesante que el juez que mandó censurar al Presidente, Martín Adolfo Santos, también amparó a la industria tabacalera en el caso de los vapeadores y las terrazas de los restaurantes).

El trasfondo de la censura neoliberal es la diferencia entre la llamada libertad negativa y la positiva. Hay una libertad de rechazo en la que, para actuar, necesito que los demás no obstaculicen mis deseos. La segunda es el control racional de la propia vida. Una es la que alerta sobre el intervencionismo. La otra es la vida como autocreación. Lo que señala la censura al Presidente es que la candidata del PRIAN (innombrable) no puede ser libre si existe un obstáculo a sus deseos; que las palabras de otros le impiden actuar con libertad. Eso es justo lo que Rand y Reagan reclamaban en el macartismo: sólo debe existir mi propia voz, ninguna que me contradiga. Y ese es el trauma de la infancia del neoliberalismo: había que arrancar las páginas a los libros que, aunque lo fundaron, también lo refutaban.