omo cerillazo en hierba seca, el debate acerca de los nuevos libros de texto ha incendiado la pradera política y educativa del país. No hay novedad. De por sí, desde que en 1959 se estableció que estos materiales eran gratuitos, únicos y obligatorios, la derecha cavernaria ha respondido como energúmena.
Dos ejemplos. El boletín de la Unión Nacional de Padres de Familia de abril y mayo de 1962, la asociación de ultraderecha fundada en 1917 para oponerse al artículo 3 constitucional, tenía como encabezado el artículo La educación laica, preparación y meta del comunismo
, y en la página 2 otro titulado: El comunismo en el nuevo programa de enseñanza secundaria
. Y, ya encarreradados, ese mismo año, la patronal regiomontana sacó a la calle a decenas de miles de almas piadosas, bajo la consigna de México sí, comunismo no. No al libro de texto gratuito
.
Hoy, la historia se repite. Con argumentos o prejuicios, con o sin información, todo mundo parece opinar sobre los libros de texto. ¡Magnífico! Es buena noticia que, por buenas o malas razones, la educación esté en el debate nacional. Esta multiplicidad de voces quiebra el monopolio de los que por décadas fueron casi los únicos en opinar al respecto en los medios.
La discusión ha adquirido la intensidad y la pasión que rodea a las grandes definiciones nacionales. La disputa se ha convertido en una guerra, en que se combate en favor y en contra de los nuevos materiales, con frecuencia más con prejuicios y lugares comunes que con análisis.
La controversia ha alcanzado gran sonoridad y beligerancia, porque alrededor suyo se han condensado contradicciones de nuestro tiempo. En el México de arriba, el pleito se cruza con la sucesión presidencial adelantada y el desplazamiento de las grandes decisiones educativas de un grupo de expertos y científicos. Como cereza en el pastel, en el caso de Tv Azteca se topa con la renegociación de los términos de su relación con el presidente López Obrador, alrededor de asuntos tan relevantes como el pago de sus gravámenes y el uso de la aplicación de Banco Azteca para pagar impuestos.
La contaminación electoral
de la publicación de los libros es el precio inevitable a pagar por haber postergado la elaboración de la propuesta de la Nueva Escuela Mexicana hasta finales del sexenio. No por nada, los gobiernos de Chihuahua, Guanajuato, Jalisco y Coahuila han anunciado (nefastamente) que en esos estados no distribuirán los materiales. Igual se habría provocado un gran pleito, pero el clima político no habría estado tan polarizado. Falta mucho por ver.
Los nuevos textos no tienen nada que ver con el comunismo. De entrada, no son homogéneos ni en discurso ni en contenido. Existen enormes desfases en su temática. Pueden hallarse indistintamente referencias a la comunidad (forzando y abusando el uso del término) y elementos de emprendurismo pedagógico. Sí tienen que ver (lo que es muy positivo) con un enfoque de género y con antirracismo. Insisten reiteradamente en el carácter comunitario del proceso de aprendizaje. Pero, la acusación de que promueven el socialismo científico, esgrimida a intervalos a lo largo de seis décadas, es absurda y ridícula.
Estamos ante un cambio de cultura pedagógica. En palabras de Ángel Díaz Barriga, uno de los más autorizados defensores de la iniciativa, se trata de una nueva generación de libros de texto, una nueva familia, con una estructura muy diferente a la que históricamente han tenido. Lo que generalmente entendemos como libro de texto es el que viene organizado por disciplinas o por materias y una secuencia de lecciones, en el que el libro se convierte en el programa del curso. Los nuevos libros no tienen esa lógica. Se trata de que los docentes de grupo los trabajen como instrumento de apoyo. Son materiales para que, respetando la autonomía profesional del docente y atendiendo a las condiciones específicas de cada situación escolar, puedan articular, como acompañantes, el proceso de trabajo escolar.
Este cambio en la enseñanza a partir de proyectos en lugar de materias se efectuó sin consultar realmente a la inmensa mayoría del magisterio, sin gradualidad, sin pruebas piloto, sin tiempo suficiente para su análisis y sin la capacitación adecuada para manejar las nuevas herramientas y apropiarse de la nueva cultura pedagógica. Faltó tiempo, preparación y voluntad por parte de las autoridades responsables.
Más allá de evidentes errores en sus páginas (todos los libros de texto a lo largo de la historia los han tenido) y de la intolerancia y verborrea de algunos funcionarios (que pretenden hablar en nombre del magisterio), maestros democráticos han visto en los nuevos libros una opción para ejercer la autonomía pedagógica y curricular, y decidir cómo se pueden generar los aprendizajes apegados a sus contextos y comunidades. Desde hace muchos años han trabajado, contra viento y marea, en proyectos de educación alternativa.
Sin embargo, para otros, acostumbrados a no planear sus clases y a usar los libros de texto como guías de trabajo, el nuevo modelo es un hueso duro de roer. Imaginemos el reto que representa para los profesores de secundaria, que, durante años han enseñado materias específicas, siempre corriendo de un salón a otro y de una escuela a otra.
En pleno incendio, hay que mirar abajo. Podrán poseer el reloj pero no el tiempo. Aunque se diga que se hace en su nombre y con su aval, ninguna reforma educativa puede efectuarse al margen del magisterio. Como lo ha señalado con claridad el profesor Pedro Hernández, a final de cuentas, el debate y la revisión de los nuevos libros de texto deberá realizarse en las aulas. Allí está su verdadero tiempo.
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