Editorial
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Norma Piña: ¿autocrítica o lapsus?
E

n su discurso ante el Congreso Mundial de Leyes (World Law Congress), que se lleva a cabo en Nueva York, la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Norma Lucía Piña Hernández, dijo que se debe evitar la politización del trabajo de los jueces, pues eso debilita su independencia, la cual es pilar de la democracia y los derechos humanos; alertó sobre el discurso de odio, los argumentos sin razón, las constantes críticas, la adjetivación y descalificación del quehacer de las juezas y jueces; manifestó su alarma ante la idea de que los tribunales constitucionales se rijan por las reglas de las mayorías y admitió que la legitimidad de la función judicial se encuentra bajo cuestionamiento en gran parte del mundo.

Todo esto apunta sin duda a una problemática real, empezando por la necesidad de una verdadera independencia de las instituciones que ella misma encabeza y que han evidenciado su alineamiento con las fuerzas políticas proempresariales y mediáticas que se oponen por sistema al gobierno federal, como lo pone de manifiesto la misma SCJN y muchos titulares de juzgados y tribunales que no parecen trabajar para la causa de la justicia sino para la de la oposición. Sus propias palabras adquieren un tono autocrítico al decir que la independencia judicial no sólo se define respecto a otros poderes de gobierno, sino también frente a las fuerzas políticas y económicas.

Sobre las manifestaciones de repudio social al Poder Judicial de las que se queja Piña, debe admitirse que el conjunto de entidades que la conforman ha visto severamente erosionada su credibilidad ante las corrientes de opinión que respaldan al actual gobierno –y que, según todos los sondeos resultan mayoritarias– al fallar, de manera casi invariable, a favor de empresarios y políticos corruptos, amparar a criminales, liberar a violadores y agresores de mujeres, otorgar a los delincuentes acceso a sus cuentas bancarias sin reparar en el origen del dinero resguardado allí; se trata de una proporción inaceptablemente alta de casos en los que los juzgadores obstruyen la justicia en vez de impartirla.

La preocupación de Piña porque los tribunales constitucionales no se rijan por las reglas de las mayorías es, si no un lapsus linguae, un exabrupto antidemocrático en toda la regla: tal inquietud denotaría que la función del Poder Judicial consiste en poner obstáculos al ejercicio de la democracia para beneficiar a una minoría. Lo más alarmante es que dicha teorización casa con el rosario de resoluciones judiciales recientes cuyos beneficiarios son una ínfima fracción de la sociedad; y no se trata de una minoría vulnerable a la que el Estado deba salvaguardar de los abusos de las masas, sino de cabecillas de bandas delictivas, de delincuentes de cuello blanco y de grupos empresariales que por décadas han empleado su posición preminente para perpetrar todo tipo de tropelías y que han ejercido un control ilegítimo sobre la economía, la política y los medios.

Sobre los cuestionamientos a la legitimidad de las esferas judiciales en otros países, debe comentarse que no podría ser de otro modo. En el país en el que Piña habló ayer, se vive en la actualidad una andanada judicial contra los derechos humanos: en apenas unos meses, la Corte Suprema estadunidense derogó el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos en materia reproductiva, así como las medidas implementadas por algunas universidades para paliar la falta de oportunidades de las personas racializadas; acabó con el programa del gobierno federal para cancelar la deuda estudiantil de millones de universitarios y falló a favor de que las personas y empresas se nieguen a prestar servicios a personas homosexuales, entre otras aberraciones.

Finalmente, en el ámbito latinoamericano, países como Argentina, Brasil, Colombia o Perú han sido víctimas de jueces y magistrados que participan en golpes de Estado jurídicos, en la persecución de políticos honestos y en la criminalización de proyectos nacionales emancipadores y demuestran así que, como en México, se encuentran al servicio de las minorías privilegiadas que han saqueado a la región durante décadas.