na investigación sacó a la luz las artimañas empleadas por los gigantes del agronegocio y sus aliados locales (el Consejo Coordinador Empresarial, el Consejo Nacional Agropecuario y la Unión Mexicana de Fabricantes y Formuladores de Agroquímicos) para frenar los avances regulatorios sobre maíz transgénico y el uso del herbicida glifosato. De acuerdo con el documento, estos poderes fácticos cabildean con integrantes de las tres ramas del gobierno; presionan a través de notas periodísticas, artículos y columnas a quienes promueven el control de los agrotóxicos, e incluso financian a académicos para que realicen estudios a modo a favor de sus mercancías.
Este último aspecto resulta alarmante, pues no pueden subestimarse los riesgos que corre la humanidad cuando la agenda científica es dictada desde los despachos de Wall Street. En el pasado, el generoso financiamiento corporativo llevó a científicos a usar su prestigio y sus credenciales para persuadir al público y a las agencias regulatorias acerca de la inocuidad de sustancias tan venenosas como la nicotina o la gasolina con plomo. En épocas recientes, la crisis de abuso de opiáceos que cada año siega decenas de miles de vidas en Estados Unidos se originó, en buena medida, en la falta de escrúpulos con que médicos cortejados por compañías farmacéuticas prescribieron estas drogas a pacientes que no las requerían o que lo hacían en dosis mucho menores a las recetadas.
Lo que hacen hoy Bayer-Monsanto, BASF, Cargill, Syngenta, Corteva y DuPont puede equipararse con algunos de los episodios más siniestros del imperialismo, como las guerras del opio acometidas por Gran Bretaña y Francia entre 1839 y 1860 para obligar al gobierno chino a legalizar el comercio de ese estupefaciente altamente adictivo; o la desindustrialización forzosa de India perpetrada por el imperio británico para convertir al subcontinente en un cliente cautivo, e involuntario, de las manufacturas inglesas. En efecto, aunque hasta ahora dichas firmas no han recurrido a las bayonetas, sí han echado mano de todos los subterfugios diseñados por la gobernanza neoliberal para invadir al país con sus productos y reducir a la población mexicana a unas condiciones que poco difieren de la colonial.
Es urgente que la sociedad cobre conciencia de lo que significa, en términos de soberanía, salud, medio ambiente, seguridad alimentaria y descomposición institucional, la captura de la academia, el Poder Judicial, los medios de comunicación, prominentes miembros de la clase política y poderosos litigantes por parte de estas trasnacionales. Los científicos, jueces, legisladores, autoridades, organizaciones de la sociedad civil y periodistas que no han sido cooptados por el lobby del agronegocio deben sumar sus voces a los indígenas, campesinos y activistas que durante años han puesto en peligro sus vidas para denunciar la devastación ecológica, el despojo territorial, la malnutrición y la violencia que se ciernen sobre una sociedad cuando los productores de alimentos son remplazados por extractores de ganancias.
Por último, debe tenerse presente que la debilidad nacional en este terreno no es necesariamente provocada por déficits alimentarios o de producción agrícola, sino por los términos del tratado de libre comercio signado con sus socios de América del Norte. En este sentido, queda claro que el primer frente de batalla se encuentra en el reforzamiento del marco legal mexicano en materia de soberanía ambiental y alimentaria, así como en el aprovechamiento de la ventana de oportunidad que se abrirá en 2028, cuando se llevará a cabo una revisión programada del T-MEC. Sin importar cuál sea su signo, el próximo gobierno federal (2024-2030) tiene el deber irrenunciable de renegociar las cláusulas de ese acuerdo que favorecen a los grandes capitales privados en detrimento de la soberanía, la salud humana y el equilibrio ambiental.