Editorial
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Colombia: fiscalía golpista
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n Colombia, el gobierno de Gustavo Petro fue llevado a una grave convulsión política a raíz del escándalo que involucra a la ex jefa de gabinete Laura Sarabia, y al ex embajador en Venezuela, Armando Benedetti, apartados de la administración por el Presidente desde el viernes pasado.

La crisis se remonta a enero de este año, cuando Sarabia denunció el robo de un maletín con miles de dólares en su domicilio. A finales de mayo, un medio de comunicación publicó una entrevista con Marelbys Meza, quien trabajaba de niñera para Sarabia y asegura que la funcionaria la hizo detener y la sometió a un interrogatorio con polígrafo durante cuatro horas en el sótano de un edificio anexo a la residencia presidencial.

Las acusaciones de Meza cobraron mayor notoriedad por incluir presuntas intercepciones telefónicas ilegales, una práctica conocida en Colombia como chuzadas que resulta por demás discutible por identificarse con el autoritarismo de ultraderecha del ex presidente Álvaro Uribe, acerbo crítico y rival político de Petro.

Como elementos de contexto, cabe mencionar que el medio que divulgó las informaciones que hicieron caer a los colaboradores cercanos del mandatario vive desde hace al menos cinco años un desplazamiento de sus integrantes, quienes han sido reemplazados por directivos cercanos al uribismo.

Además, el fiscal general, Francisco Barbosa, atrajo con inusitada premura el caso y en pocos días lo ha convertido en una bandera de su gestión.

Este celo no debería resultar extraño ante la delicada naturaleza de las acusaciones, pero es inevitable vincularlo con el hecho de que Barbosa fue nombrado por el ex presidente Iván Duque, opositor de Petro, discípulo político de Uribe y compañero de estudios del fiscal.

Además, en diciembre el Ejecutivo debe enviar al Congreso una terna para remplazarlo, por lo que las investigaciones se leen como un intento de torpedear la llegada de un sucesor que investigue los graves excesos de Duque. Por último, tanto las revelaciones como la actitud militante con que la fiscalía ha decidido investigarlas se enmarcan en un clima de golpeteo permanente contra el primer gobierno de izquierda en la historia colombiana.

La procuradora general, Margarita Cabello (encargada de perseguir las irregularidades cometidas por servidores públicos), ha emprendido una campaña para reducir la representación de la coalición gobernante en el Congreso suspendiendo los derechos políticos de los legisladores oficialistas, una medida que desde 2014 fue desautorizada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Coridh). A principios de mayo, el ex director de la Asociación de Oficiales Retirados de las Fuerzas Armadas (Acore), John Marulanda, aseguró que los efectivos en reserva harán lo mejor por defenestrar a un tipo que fue guerrillero, en referencia a Petro, quien perteneció al M-19.

De manera reveladora, Marulanda llamó a los uniformados a actuar contra el mandatario tal como los militares peruanos procedieron con el depuesto Pedro Castillo, quien contempla desde la cárcel la sumisión de los golpistas al neocolonialismo estadunidense, así como la violencia represiva desatada por la usurpadora Dina Boluarte contra quienes exigen que se restaure la democracia.

La nación sudamericana asiste, pues, a un episodio de lawfare como los que llevaron al derrocamiento de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Luis Inácio Lula da Silva, en Brasil, o como el acoso judicial de la reacción oligárquica argentina en contra de la vicepresidenta Cristina Fernández.

Es claro que las derechas continentales han encontrado en fiscalías, tribunales y poderes legislativos sucedáneos más presentables que las instituciones castrenses para perpetrar derrocamientos de gobiernos progresistas e interrumpir mandatos populares incómodos para las élites político-empresariales.