Opinión
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Vencer el bloqueo sin esperar que lo levanten
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o que se ve desde la ventana de mi apartamento en La Habana no se parece a las imágenes que acostumbran dejar los conflictos bélicos. Aquí no se disparan misiles, ni hay soldados camuflados, ni armas. Tampoco pasan tanques blindados. La guerra no se manifiesta en recuentos de cadáveres y coches bomba, sino en el sobresalto de la cotidianidad: la fila para abastecer de gasolina ahora ocupa varios kilómetros y el agromercado de la esquina está cerrado porque no hay petróleo para traer los alimentos. Hay gente que lleva horas esperando por un poco de pan, el que dan por la libreta que regula los productos normados. Las medicinas escasean. El elevador de mi edificio sigue roto y el mecánico que lo arregla no llega porque el transporte público está infernal. Los apagones van y vienen.

Como siempre, el sol calcina las aceras al mediodía y las calles están llenas de gente ocupada con sus vidas. Pasa pedaleando un vendedor de bocaditos de helado. Hay niños que retozan en el parque y otros juegan a la pelota en las ruinas de un viejo almacén. El mar, en la línea del horizonte. No parece una zona bélica, aunque la guerra sea el estado normal de este país; una guerra silenciosa, que ha sido por demasiado tiempo trasfondo y hábitat, y de la cual nadie se salva.

Hace una semana, en la primera sesión de la nueva legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular (Parlamento) que lo religió como presidente, Miguel Díaz-Canel culpó al recrudecimiento del bloqueo, la crisis mundial y nuestras incapacidades de la complicada situación que vive ahora Cuba. Sin embargo, no dejo de pensar, con la ciudad a mis pies, que lo peor del sobresalto cotidiano es la costumbre. Ni reparamos ya en los efectos acumulativos de más de 60 años de políticas económicas diseñadas para asfixiarnos y vendernos como remedio la transición asistida por Estados Unidos.

Los cubanos vivimos en desventaja –no queda de otra–, pero el reverso de la moneda es peor. Jacob Hornberger, empresario y político que suele presentarse sin éxito como candidato independiente a la presidencia de Estados Unidos, cree que la prolongada crueldad de ­Washington contra otros países ha causado daños irreparables en el pueblo estadunidense.

Se ha embrutecido la conciencia de los estadunidenses... Muchos pueden reconocer, confrontar y oponerse fácilmente al mal que supuestamente deriva de los regímenes extranjeros, pero encuentran muy difícil, si no imposible, identificar, confrontar y oponerse al mal dentro de su propio país, afirma Hornberger en su libro An Encounter with Evil: The Abraham Zapruder Story (Un encuentro con el mal: la historia de Abraham Zapruder), publicado hace menos de un año. Aborda la biografía del hombre que filmó el asesinato de John F. Kennedy, el 22 de noviembre de 1963, y en algún momento se detiene en la larga anormalidad del bloqueo iniciado por este presidente demócrata.

En un ambiente de crueldad normalizada, afirma el autor, es casi imposible que pueda producirse en Estados Unidos un movimiento de resistencia como el de la Rosa Blanca, el grupo de estudiantes universitarios cristianos que en la Alemania nazi se rebeló contra su propio gobierno en el apogeo de los crímenes del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial.

El silencio de más de seis décadas contra la maldad del embargo estadunidense es un ejemplo perfecto de este fenómeno. Todos condenamos el terrorismo porque se basa en atacar a personas inocentes como una forma de lograr un objetivo político. Sin embargo, eso es precisamente lo que hace el embargo contra Cuba. ¿Por qué tantos estadunidenses pueden ver la maldad en el terrorismo, pero no la maldad en el embargo?, se pregunta Hornberger.

Quizás la respuesta no sea tan difícil. El bloqueo sigue normas muy estrictas, que responden a un alto grado de organización social e incluye silenciar el crimen, cuando no logra justificarlo. El terrorismo de Estado tiene un saber articulado, prepara metódicamente sus tareas, define el rasgo estratégico de sus objetivos, como saben muy bien los que vivieron el nazismo o padecieron las dictaduras latinoamericanas. Las víctimas, esas que van y vienen en una ciudad bajo una guerra interminable, jamás planifican nada, salvo vivir y sobrevivir.

Y lo que queda, después de todo, es puro sentido común: Vencer al bloqueo sin esperar que lo levanten, como dijo Díaz-Canel en el Parlamento.