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Calderón, el mago
D

esde España, donde disfruta del exilio voluntario, cobijado por José María Aznar, la respuesta del ex presidente Felipe Calderón al veredicto de culpable que un tribunal en Nueva York le propinó a su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, fue ignorar la realidad. Ésta se define por lo que ocurrió, no por lo que él sostiene que hizo. Pero su respuesta insiste en algo que ya sólo está en su carta: “Desde ahora, en un entorno de polarización y hostigamiento, la decisión está ya siendo usada políticamente para atacarme, especialmente por quienes cuestionaron la decisión de mi gobierno de actuar en contra de la delincuencia (…) La política de seguridad dio resultados. Los principales indicadores de criminalidad iban a la baja al terminar mi sexenio”. La realidad indica que su guerra interna benefició al cártel del Chapo Guzmán a cambio de sobornos: de los 121 mil detenidos para el espectáculo en la tele, sólo mil 306 fueron realmente a la cárcel; de éstos, pocos, tan sólo 114 eran del cártel de Sinaloa contra, por ejemplo, 609 de Los Zetas. Los datos de su sexenio indican que su política de masacres, desapariciones y desplazamientos forzados tuvo el resultado contrario a lo que él llama a la baja: los asesinatos pasaron de mil 921 en 2005 a 27 mil 199 en 2011, según datos del Inegi. Entre 2007 y 2010, el robo a bancos creció 90 por ciento; la extorsión, 100 por ciento; el robo de vehículos con violencia, 108 por ciento, y los secuestros, 188 por ciento. Los que le tuvieron miedo a su guerra nunca fueron los narcotraficantes, sino las familias y sus comunidades. Fue un fracaso porque fue una simulación. Insistir en más simulación no hace al desastre menos real.

Hace casi 46 años escuchamos de otro ex presidente una obstinación parecida. Ese 12 de abril de 1977, lo primero que ordenó Gustavo Díaz Ordaz para iniciar su conferencia de prensa en el edificio de Relaciones Exteriores fue que cerraran las cortinas: afuera se veía la Plaza de Tlatelolco, donde había ocurrido la matanza de estudiantes que él había autorizado. El presidente López Portillo lo había nombrado primer embajador en España, tras el congelamiento de relaciones por el uso de la pena de muerte por garrote vil durante el régimen de Francisco Franco. Pero tenía que acceder a una rueda de prensa encabezada por el secretario Santiago Roel. Ahí, es que, exasperado por una pregunta sobre el 2 de octubre de 1968, Díaz Ordaz dijo: Estoy muy orgulloso de haber podido ser presidente y haber podido así servir a México, pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país, les guste o no les guste con algo más que horas de trabajo burocrático, poniéndolo todo: vida, integridad física, horas, peligros, la vida de mi familia, mi honor y el paso de mi nombre en la historia. Todo eso se puso en la balanza. Afortunadamente, salimos adelante. Y, si no ha sido por eso, usted no tendría la oportunidad, muchachito, de estar aquí preguntando.

–Usted salvó a México, ¿de qué? –preguntó el periodista José Reveles, entonces de la revista Proceso.

–Del desorden, del caos, de que terminaran las libertades de las que disfrutamos. Quizás usted estaba muy chavito y por eso no se dio cuenta.

–… pero hay un país antes y después de 1968...

–Para mí, México es México, antes y después de Tlatelolco, esta plaza cercana. Es un incidente penoso, pero México ya existía. Yo les puedo decir a ustedes que a España va un mexicano limpio que no tiene las manos manchadas de sangre.

A la realidad no le importó que Díaz Ordaz insistiera en lo que quiso hacer –salvar a México– y el 68 mexicano se impuso con toda su cauda de creatividad política, peso moral y tragedia. Creo que lo mismo sucederá con la guerra de Calderón: hay ya demasiadas evidencias de que se trató de una entrega al cártel de Sinaloa de la seguridad pública, el aeropuerto de la Ciudad de México, la información de operativos antes de que sucedieran a cambio de cuantiosos sobornos, algunos de los cuales tienen al gobierno actual de México reclamando más de 14 mil millones de pesos en propiedades en Florida. Pero la diferencia entre Díaz Ordaz y Calderón es clave: el primero creyó, desde su formación política al lado de Maximino Ávila Camacho, que la oposición de izquierda debía ser exterminada por la fuerza; el segundo machacó hasta el día de hoy que lo suyo y de García Luna era el combate a la delincuencia cuando en el bautizo de la bebé de un senador de Acción Nacional, Guillermo Anaya Llamas –según la investigación de Jesús Lemus por la que terminó encarcelado–, había pactado el ascenso a secretario del gabinete del espía político del Cisen con Salinas y Zedillo y luego súper policía de Vicente Fox y Felipe Calderón, Genaro García Luna. Díaz Ordaz creyó hasta el final que la matanza del 2 de octubre había sido necesaria. Calderón no tiene siquiera la excusa de estar equivocado. A Díaz Ordaz se le puede aplicar la metáfora política del avestruz: sin esconderse del todo, sólo no quiso mirar, hundiendo su cabeza en la tierra. Adentro de su hueco se repitió que salvó a México. A Calderón le va otra metáfora, la del mago al que los espectadores le descubrieron el truco. No tiene caso intentar ocultarlo. Lo pretendió, calamitosamente, su propio partido, Acción Nacional, al decir que el narcosecretario nunca había estado inscrito en su padrón de afiliados. Descubiertos, no les quedó más que usar su truco más trillado: “AMLO saludó a la mamá del Chapo”. Mientras lo decía, ya los espectadores lo abucheaban. Todavía nos deben una explicación.