Opinión
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Diversos en el pasado
I

nicié la escritura de este artículo con la mente fija en la apropiación que la crítica opositora y seguidores hacen de la democracia como cosa endeble pero propia. La hacen, también, una y lo mismo con el Instituto Nacional Electoral (INE) y organismos adicionales.

No habrá –sostienen– elecciones creíbles, ciertas, legítimas y valederas después del intento de la destrucción planeada. De prevalecer la ya famosa e impugnada reforma B de ese instituto, aseguran que la cosa se pondrá dramática, terrible. Las sentencias son de tal calado, hondura y maestría, que el caos será el futuro entrevisto. Lo predican insignes personajes de la vida pública con púlpitos múltiples. Dejan flotando una irónica y contradictoria disyuntiva. Si los morenos cabalgan muy por delante de los opositores en las simpatías populares, por qué quieren destrozar las elecciones.

Paradoja alejada de elemental lógica y distante de mi comprensión. Complementan sus fantasiosas elucubraciones con el atributo, megalómano y perverso, de un Presidente que desea ganar elecciones haiga sido como haiga sido. Ante tan desalentador y terminal panorama, mejor doy paso a un recuento de aventuras propias.

Al retomar insistentes sueños, los lugares y personajes que en ellos aparecen se transforman, durante ese mismo acto, en cuadros divergentes. La calle polvorosa y templada donde camina un infante, que sólo y por momentos, parece sentir como yo. El recorrido aparece sin rumbo preciso y muestra, de inmediato y a cada paso, un panorama cambiante. Al repetirse la escena en el recuerdo, esa calle se refleja distinta: olorosa a tierra seca, más ancha que angosta o más larga que corta. Unas veces la transitan personas o, con vacíos intermitentes, se pueblan con otras. Dominan las que reflejan jardines cuidados, rejas que permiten mirar al interior, edificaciones de estilos diferentes. Sólo tres o cuatro de ellas en total componen el universo imaginado.

Hay miradas constantes hacia niños jugueteando por los alrededores. Pero, las cosas que la llenan, pasan o se difuminan en unos pocos instantes. Destaca, entre todas las demás, la tenue figura de una casi madura adolescente. Es ella quien absorbe los cuadros sucesivos del ambiente callejero muy a pesar de que sus facciones no se distinguen con claridad. Es, en efecto, una presencia algo etérea, flotante, inasible, lejana. Aunque, y de maneras mutantes, logra impregnar de cierto olor que flota entre vapores. Es ella quien desata el murmullo de los recuerdos recurrentes. La niña mujer sobresale, entre calores y risas, en el espontáneo conjuro del entresueño. En esa extensión que es ajena y de uno mismo, respondiendo desde ambiciones seductoras. Nada se dice, menos todavía perduran las sobrepuestas imágenes aunque, la repetición, las nutre de sentidos precisos que, no obstante, se diluyen y escapan en instantes.

Una de las casas de esa mítica calle tiene un letrero en el pórtico, escrito en vascuence, que informa los nombres de las dueñas que la habitan. Enfrente, otra casa de corredores abiertos y un solo piso, acoge a la familia que me toca pero que no puedo asir y menos nombrar en su totalidad. Sólo alcanzo a identificar a uno que otro de sus integrantes cual figuras trashumantes. Es fácil entrar en ella y nada intenta solicitar a sus indiferentes ocupantes la ausente seguridad. Lo dominante y que atrae la atención del recuerdo es un par de piernas ligeras bien formadas que van alejándose y se acercan pero ocupan, sin duda, el centro del relato fantasmal. Cerca se oye un rumor de olas pequeñas, saladas y arenas suaves, blandas.

Lo cambiante de las escenas afirma, en verdad, las pretensiones ocultas y deseables del curioso que se desenreda, también, en varios sujetos de la pequeña historia. A veces es actor dominante y activa parte de la ensoñación. Un recuerdo que, por cierto, lo describe, si no de lleno, sí al menos apropiado de alguna de sus derivadas. En otras es simple comparsa y se limita a ver lo que sucede sin entrar en los sucesos. Entonces es relegado a simple observador que no declara sus sentires, menos formula sus deseos o querencias. Es, entonces, una incorpórea y monótona participación que va y viene sin entrar en el recuento imaginado. La pasividad aclara su deambular por ese pasado sin asirlo o tocarlo del todo. Forma un silencioso mundo fantasmal que nada parece aportar para la vida propia. Aunque, al mismo tiempo, se le enrosca y le define intima parte de la personalidad soñante. Con frecuencia llega a ser parte medular de su historia, desparramada en sucesos y acciones salidos de seres equidistantes, diversos. El mundo de sucesos fugaces, momentos vitales que se escaparon para siempre y que, por irónica fortuna, retornan para hacernos más complejos.