Opinión
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Un gigante de la literatura
Las glorias del gran Púas

Ricardo Garibay es uno de los gigantes de la literatura mexicana que habitan un montículo del Olimpo sin reflectores. Es de las grandes plumas que pocos leen pero gozan de fama de autores de culto como Francisco Tario, Luisa Josefina Hernández, Daniel Sada y David Toscana, entre otros. Presentamos a nuestros lectores, a manera de homenaje en el centenario de su nacimiento y como divulgación de su trabajo, un fragmento de una de sus crónicas más celebradas, con autorización de María Garibay, hija del escritor; Josefina Estrada, autora de la Antología publicada en 2013, y de Cal y Arena Ediciones. Garibay es el gran maestro de la crónica y poseía el mejor oído de todos los escritores. Disfruten.

P

rimer round

–¿El pleito está arreglado, Rubén? ¿Tongazo?

Estábamos en los vestidores, a quince minutos de la pelea donde el ídolo de la Bondojo destazara en quince segundos al tailandés Paget Lupicanete, flan de encargo, mucho antes de que las lámparas acabaran de alumbrar completamente el enlonado del drama. El drama era de Olivares. Victoria relámpago que no creyó nadie entre los diez mil fanáticos que el imán del Púas y el colmillo del promotor gringo embodegaran en las graderías del Sports Arena, en Los Ángeles, aquella maliciosa noche del 2 de junio del 76: arranque del derrumbe definitivo de una maciza gloria mexicana, derrumbe que se vaticinara banderazo hacia el quinto campeonato mundial del otrora aclamado Mister Knock Out por la prensa deportiva del Imperio.

Sísifo casi de veras, inagotable casi, Rubén Olivares emprendía esa noche una nueva ascensión, a cuestas su fardo de mujeres, de alcohol, de mariguana, de parásitos, de coca, de vagancia, de tedio, de impaciencia, de desamor, de anarquía, de nota roja, carnitas y totopos y fatalismos y resignaciones y prodigiosas facultades naturales para el arte de desmadrarse entre las doce cuerdas.

–¿ Cuánto tiempo más de este tren? –le pregunté dos semanas después en México.

–Ps lo que dure –dijo empujándose el tercer farolazo del día, poniéndole con fe a los de moronga. Eran las once a.m.

–¿ Y luego ?

–Ps luego ya nos preocuparemos de a ver qué ¿no crés? ¡Pero acábatela, no la platiques! Y qué vamos a hacer, a dónde vamos de aquí o qué vamos a hacer o qué. ¿Ya te la acabaste? Señor, aquí lo mismo por favor.

–¿Lo mismo, Rubencito? Cómo de que no. ¿No quieres chicharroncito, Rubencito? En verde, va saliendo orita, te va gustar, regalo de la casa, mi Rubén.

–No señor, muchas gracias, nomás bebidas por favor.

–Ora mismo, Rubencito. Qué buenos chingadazos le acomodaste al chale ese, pa que se le quite, ¿no, mi Rubén?

–Es un boxeador como yo, señor, de eso vivimos.

Eso es rasgo saliente del Púas. No acepta familiaridad que no pida él mismo. Cuando lo llevó Nacho Castillo a la desvencijada suite monumental que me habían dado en el Alexandria Hotel, no lo bajé de señor Olivares esto y señor Olivares lo otro, hasta que se rió y pidió permiso para pedir algo.

–Por supuesto, señor Olivares, dígame.

–Pues... que usted me hable de tú... porque... como que no checa... lo de señor Olivares me chivea.

–Sale. Tú eres Rubén y yo soy Ricardo.

Se rió con ganas, largamente.

–Qué pasa.

–No ps me descontó, así no, no me la estire tanto, estuvo rudo.

–Por qué. Cómo entonces.

–Usté me habla de tú y yo le hablo de usted.

–No, no. Lo que es parejo, Rubén y Ricardo. Somos lo mismo. Aparte, yo también he andado en esto de las trompadas.

Nueva risa, como si hubiera yo dicho algo muy gracioso. Y se soltó ya en confianza: –Bueno. Sale. Si no, vamos a seguir de mamones... Y entns qué, cómo está este rollo, digo, qué pedo saco. Digo, con todo respeto ¡ay, sí!

–Lo dicho. Tú me cuentas tu vida, tal cual; yo la escribo; el periódico la edita; y vendemos un millón de ejemplares.

–¿Un millón? Dónde fue el truene, ¡ay, sí! Y eso qué a cuánto.

–Chingo de luz.

–Para mirármelo a gusto ¡ay, sí! ¿no? chingo de luz para mirármelo a gusto...

Acabamos amigos entrañables esa primera reunión.

Había llegado con la señora de la Lindavista y había estado conversando tumbado en el sofá, los pies sobre la mesilla de centro, los ojos entrecerrados, la voz soñolienta, extenuado por los bárbaros ejercicios del entrenamiento, y sobre todo por la dieta de agua.

–Ni un centilitro de alcohol, ni el asiento de un vaso de agua –dijo Rubén–. Es la cantinela del pinche doctor. No se sabe otra. Como el ojete lo único que hace es chupar en los bares y chuparme a mí la lana, pos qué le apura. ¡Ni un centilitro de alcohol ni el asiento de un vaso de agua! o Jo de su pinche madre. Hay que dar el peso naturalmente. Cómo no, si al cabo el que ladra es el buey, y alrededor los chingones cobra y cobra.

–Y cómo te sientes ahora, Rubén.

–No ps bien, para pelear, bien. De lo demás, bien jodido, bien pero del carajo.

–¿Principalmente el agua?

–Llegas a vender el alma por un trago de sidral. Me cái que anoche empecé con la mamada de los botellones.

–Los botellones...

–Putamadral de garrafones de electropura, inchs camionzotes hasta el tope de garrafones, y unos méndigos charcos ¡divinos! Cascadas y cascadas por todos lados. Me cái que cierras los ojos y ya estás soñando agua, y parece que estás sudando a madres, frío y frío y no te sale ni una puta gota de sudor.

–Ya estás en el peso...

–Ya casi. Para mañana voy a estar. Y ya nada más pasado mañana el pesaje a las diez, y a las diez y media ¡chingó a su madre! ¡me cái que me voy a tragar un pinche botellón de electropura yo solito, me cái! Y qué, cómo va estar la repartición.

–Veinte por ciento de las ventas para ti, quince para mi, diez para Nacho.

–¿Y el otro sesentaicinco?

–Papel, edición, talleres, voceadores. El periódico no gana casi nada.

–Ta raro el pedo. Pa qué entons.

–Lanzar un libro que puede ser apasionante. Ganar algún dinero.

–Como cuánto, así en números al chile.

–Pues... para ti... como seiscientos mil, por ejemplo.

–Aaaay, ora sí me la restiraste, Garibay. Pura pasión y dinero y sin que me rompan el hocico... Bueno, que sea. Si tú también me transas no serás el primero. Aguanta, ¿no? –se volvió a la señora de la Lindavista. La señora de la Lindavista agachó la cabeza, miró hacia la ventana, sonriendo–. Mi mujercita siempre está de acuerdo con su señor. ¡Aaay, me azoté, me azoté de tan mamón! –y rió durante un buen rato, repitiendo la frase.

A partir de ese momento la conversación tomó el rumbo de un verdadero campeonato de palabrotas. Me esforcé en superarlo, y cuando salió dijo: –¡Eres un viejo a toda madre!

¿Viejo? Pensé. Y me adivinó Rubén, porque añadió aprisa: –No no, ps qué pasó, ¿ya mandándome? Qué pasó. Eres un señor de mucho respeto pero a toda madre.

Ahora, en los vestidores, cuando afuera ruge la bestia con la primera estelar de la noche, vuelvo a preguntarle:

–¿La pelea está arreglada?

Rubén hace un poco de calentamiento. Sombra, sentadillas, abdominales, cuello. Y con tanto, no sé si asiente respuesta.

–¿En qué raund se va a caer el tailandés? –pregunto.

Se acuesta en la banca y hace respiraciones profundas. Levanta un brazo y con el índice señala el techo.

–¿No es mucha bronca, en el primero? –pregunto.

–Hay que regresar a tambor batiente, como dicen tus cuates periodistas. ¡Olivares enrachado y en plenas facultades! ¿No ves que mi público quiere verme otra vez en el pináculo? (Ríe) ¡Buitres ojetes!

–¿Y de ésta, Rubén ?

–Dos más.

–¿Chambas?

–Seguro, chambas. Al rey hay que cuidarle el físico.

–Y de ahí al cuarto campeonato...

–¡Tas pendejo! ¡Perdóname, Garibay! Quinto, al quinto campeonato.

–¿Te lo darán?

–A güevo.

–Por qué a güevo.

–¡Porque conmigo se hinchan los cabrones! A poco voy a pensar que soy muy bueno o que me quieren mucho. Mira, ¿no te digo? Ni siquiera acabó de vendarme el viejo ojete. ¡Mira cómo me dejó las vendas el hijo de su puta madre!

–Quién. Qué tienen las vendas.

–El viejo ojete del Rosales. Deténme aquí, jálale fuerte.

–Pero estás mejor con Rosales que con el Cuyo...

–También te roba, sólo que más finolis. Viejo cábula. Échame ese extremo, eso, gracias Garibay.

Estamos solos en los vestidores. Un pasillo largo, bancas metálicas en medio, espejos, casilleros de metal atornillados a las paredes. Huele a pintura fresca y a sudor rancio.

–¿Cómo te sientes?

–Cada vez mejor. Ya la sed me la peló, ya viste en la mañana.

–¿No hay miedo?

–No, ya orita no, ya que estás al filo de los chingadazos se te quita el miedo. En los entrenamientos a ratos sí se te arruga, por la bajada de peso, ¿no?, que te jode, y la espera, piensas ¡chingao, faltan semanas! Y que no comes, no puedes beber, y siempre hay alguien que te está chinga y chinga: que no, que cuídate, que este cuate sí tiene con qué, sientes que no va a acabar nunca el pinche entrenamiento. Pero ya después del pesaje te calmas. Tú me viste en la mañana cómo estaba yo. A lo macho que un minuto más y madreo al pinche comisionado.

En la mañana pasaron por mí a las diez en punto. Cruzamos de punta a punta la feísima ciudad. A las once al centavo estábamos en la ceremonia del peso. Habíamos llegado en una camioneta último modelo y en un coche, último modelo también: al Púas le gustan los automóviles último modelo (No sólo me cobran hasta el último centavo de impuestos los rateros de la aduana en México, sino que todavía le inventan y le inventan, quesque cada tornillo extra es de lujo ¡y métele! Estos botes me han costado tres veces lo que cuestan de este lado. Y ¿por qué no pides ayuda a alguna autoridad, Rubén? No te sería difícil conseguirla. “Chinguen a su madre. Pa qué. Si me roban que me roben los ojetes. Con otra madreadita cae la pachocha y me recupero”. Rubén, puede dejar de caer.... “Entonces empezaré a chingar a mi madre, Garibay. Ps qué le haces”). En la camioneta íbamos Rubén, Ignacio y sus cámaras, el Jarocho, el boxeador Enrique García y yo. Rubén echado atrás, adormecido, pálido cenizo, la boca abierta, helado y de endemoniado mal humor. Preguntaba, moviendo apenas los labios:

–¿El jugo de carne?

–Ya biene, ya biene, ái, Rupén –contestaba el Jarocho.

–¿El jugo de naranja?

–Ya biene ái, Rupén: yo mismo me ocupé.

–¿El agua? ¿Las cervezas? ¿El coñac?

–Ya biene, ya bienen ái, no te apures por nada.

–¿Los chiles?

–Ya bienen ái, ya bienen, todo lo rebisé con tiempo, Rupén.

–Entonces por qué no le aprietas, hijo de la chingada, vas a vuelta de rueda.

–Ya le aprieto, Rupén, ya le aprieto, es que hay mucho tráfico, pero ya vamos a llegar, tú no te apures.

El Jarocho habla con descarado acento yucateco, y es el encargado del Bradley’s, el bar de Rubén, cerca de la mexicanada y con clientela de negros y ancianos alcohólicos sobrevivientes de Corea y Vietnam. Una de las meseras allí es la “señora del Bradley’s”, rubita, bilingüe, señalada, de dulces sílabas.

Y en un lugar cualquiera bajo las graderías coloca una mesa, varias sillas y una báscula. Llegan médicos, comisionados, empresarios, mánagers, entrenadores, apostadores, vagos de banqueta, periodistas, fotógrafos, y arman todos una vocería ensordecedora y nadie comienza nada de nada. Los púgiles son fácilmente discernibles: éste que está acá, ése, aquél que camina enjaulado, aquel otro, como estatua. Se ven sombríos, pálidos, agrios, lacios e impacientísimos, conteniendo con mucha dificultad impulsos evidentes de venganza criminal. Un pequeño ejército de especialistas los ha preparado minuciosamente durante semanas y semanas, y los ha convertido en máquinas casi perfectas para la violencia y el destrozo; del hígado a las manos, de la frente a los pies, cada uno de ellos es un hombre tranquilamente mortífero, matar a un ser natural de su peso les llevaría menos de un minuto; son muy jóvenes y son viejos maestros en humillaciones y pobrezas; son humildes, un poco estrábicos ya, ya un poco entontecidos; los amenaza la ceguera, la idiotez y la mendicidad, y poseen todos el campeonato indiscutible de la explotación padecida en la sociedad de consumo. Hoy en la noche ganarán algún dinero del que verán aparecer en su bolsa, si bien les va, la tercera parte. Tienen párpados duros y orejas tapiadas de carne cocodrila. Son reminiscencia aberrante de aquellos Áyax y Diómedes –gloriosos asesinos– a quienes Aquiles interrumpió el combate para que no quedara humillado ninguno de los dos.

Y aquí llega, el último, como conviene a su categoría, basilisco entre marañas de brazos y gritos. Rubén Olivares, El Púas, El Grande de la Bondojo, Mister Knock Out, El Alarido de la Raza Allende el Bravo, El Monstruo de la Taquilla, El Aloque Hecho Existencia Diaria...