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Vacaciones y últimas cosas
S

alir con el viaje acumulado. Lo que cuenta no son los kilómetros sino los instantes. Ya ven cómo se va la vida entre virus, vejez y balazos, mejor aprovecharla. En el allá aguarda una abundancia de colores en transparencia, y eso debe ser bueno pues alegra la mirada. Además, nuestras ciudades grises merecen ser abandonadas en busca de aire, sol, fiesta o soledad.

Al hacerlo, se corre el riesgo casi inevitable de encarnar en turista, ese predador benigno que carcome lo bonito que le queda a la Tierra. Gastar dinero, fotografiar edificios vandalizados por la historia. Treparlos, usarlos y fotografiarse en ellos los vandaliza otro poco. El y la turista volverán a casa, lo saben, así es el juego. Más larga que un asueto, la vacación permite una huida, un gesto, un manotazo en el rostro de la monotonía.

Para los días feriados, la figura del paréntesis funciona. Los privilegiados pueden pagar una exquisita burbuja para su estancia en algún paraíso. Para los comunes significa: al diablo el jefe, los maestros, los horarios y deberes, el viacrucis del vagón, el colectivo, las calles en pelotera y embotellamiento constante, los vidrios rotos, las protestas, las desgracias rodeadas de ambulancias, patrullas y mirones.

Ir adonde las únicas órdenes las dé uno y sean de mariscos y cerveza. Donde recordar lo natural nos haga virginales e inocentes. Antes regresábamos a compartir recuerdos con vecinos y compañeros de trabajo. Traíamos fotos. Ahora transmitimos en vivo, parados en primer plano, nuestra dicha maravillosa, y nos llueven likes y caritas sonrientes. Saciar nuestros mil antojos, la sed de aventuras, la diversión, bajo las leyes de la oferta y la demanda. Ojalá haber dormido a pierna suelta. A los niños hay que regresarlos a rastras.

En un artículo reciente, el experimentado observador social Carlos Martínez Assad lamentaba la plaga creciente del turismo citando Chichén Itzá, Valencia, Sevilla, Venecia, Oaxaca y la Ciudad de México (Los abusos de los turistas, Proceso, número 2406). Le asiste la razón, ampliamente. La lista puede ser larguísima. De uno u otro modo, ¿quién que se mueve no es turista? La figura clásica del viajero se ha evaporado. Si no pisamos hasta el cansancio ciudades canónicas, exploramos el reino salvaje guiados desde el espacio y al final nos aguardan un taxi y un restorán exótico.

A estas alturas, lo menos que pueden hacer los turistas que visitan la naturaleza o los lugares desgastados, las ciudades muertas y las vivas, es ser humildes, conscientes de su huella en muchedumbre y no perturbar a los pobladores ni a sus muertos ancestrales. No ser turistas, sólo visitantes.

En cuanto a la naturaleza, pobrecita. Debemos dar por perdido lo intacto; resta en reservas y en los sueños de biólogos y geólogos. Ya nadie descubre islas o valles. Escasean las playas donde el mar y la tierra se abracen a solas, sin hotelotes, palapas, basureros, bares con alberca y embarcaderos para motos acuáticas.

A Bonampak se llega en microbús; las desoladas Islas Marías ya tienen corridas. Con tanta carretera, los brincos en avioneta son vintage. Tengo edad suficiente para haber conocido intactas las playas de Cancún, Chamela, Tenacatita; las bahías de Huatulco, cuando eran una red de aldeas pescadoras, y Tulum, Puerto Ángel, Puerto Escondido y Puerto Morelos, unos caseríos.

El paisaje resulta mejor negocio que nunca. Su éxito lo está destruyendo, pero entre más escasea, mayor es su valor en el mercado. En nombre del progreso llegan al paisaje, por delante o por detrás de los turistas, especuladores, constructoras, inmobiliarias, inversionistas, patrones, políticos, jefes de plaza. Por la codicia extractivista peligran el bosque de Milpa Alta, los canales de Xochimilco, las ruinas de Xochicalco, las lagunas y barrancas de sus alrededores, tanto como la isla Tiburón, los Chimalapas, Miramar y un decreciente etcétera.

Jan de Vos, historiador fundamental de la selva Lacandona, sostenía al final de su carrera que lo único que podría salvar las maravillas de la selva era el turismo comunitario, de naturaleza o ecoturismo. Lo consideraba menos cruento que las otras formas de extracción y progreso (minas, pozos petroleros, autopistas), partiendo de la certidumbre fatalista de que, como fuera, la selva estaba condenada. Jan tenía un punto ahí, pero nunca nos pusimos de acuerdo.

Las fastuosas fotografías de Sebastião Salgado en sus proyectos recientes, sobre todo Génesis (2013), retratan últimas cosas, últimos pueblos, últimas aldeas no contactadas, últimas cascadas, últimos ríos limpios y glaciares, Siberia, Antártica, el Ártico, la Amazonía, Galápagos, las aldeas vírgenes del África ecuatorial, en el continente más violado del planeta.

Esto lleva a la implacable novela de Paul Auster El país de las últimas cosas (1994), donde hasta la distopía se desvanece: Poco a poco, la ciudad te despoja de toda certeza, no hay ningún camino inmutable y sólo puedes sobrevivir si aprendes a prescindir de todo.