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H

e pasado más tiempo en esta oficina que en mi casa. Aquí recibimos solicitudes para publicar edictos, avisos y, sobre todo, esquelas. Ignoro por qué razón, pero las veo como uno de esos mensajes que dejamos sobre un mueble antes de salir, a toda prisa, de la casa: Se me hacía tarde, no pude esperarte. Puse el dinero del gas en la cómoda. Si a las cuatro no he llegado, comes.

Si algún día decido retirarme, o me despiden, a quien me sustituya pienso decirle que si realmente quiere dar un buen servicio, antes que otra cosa debe tener en cuenta el estado de ánimo de los clientes y, además, que no se le puede conceder el mismo trato a quien dicte el servicio por teléfono que a la persona que venga a ordenar la publicación del aviso mortuorio.

Estos detallitos sólo se aprenden con la experiencia. Me han servido para dar a mi trabajo un toque más humano, más profesional, y también para orientar a los clientes respecto a qué poner en la esquela. Aunque parezca mentira, hay personas que no lo saben, ya sea porque es su primera experiencia, se encuentran muy afectados emocionalmente por la pérdida o porque heredaron graves problemas familiares, lo que es muy frecuente.

II

Quien vea desde fuera este trabajo debe pensar que es monótono y triste. ¡Para nada! Aquí he tenido experiencias muy diversas, desde conmovedoras hasta sorprendentes, como la que viví en mi primer turno en este departamento de publicidad comercial.

Me disponía a revisar las tarifas cuando de pronto se me presentó una mujer joven, muy delgada y no fea. Dijo que necesitaba publicar una esquela con el nombre de Leobardo Constantino Mayoral Doblado.

–Imposible olvidar ese nombre. Le pedí que por favor me dijera las fechas que enmarcaban la vida del occiso y sólo mencionó la de su nacimiento. Con mucha delicadeza, para no aumentar su dolor, le señalé que era indispensable que también me diera la fecha del deceso, y me dijo: Es que Leobardo Constantino no ha muerto, pero para mí, desde ayer, como si lo estuviera. Para que le quede bien claro, voy a publicar su esquela. Seguro va a leerla porque está suscrito a este periódico, y no debido a que lo considera el mejor, sino porque cada año rifa un coche y no pierde las esperanzas de ganárselo.

Jamás pensé que me vería ante una situación semejante y no estaba lista para afrontarla. Además, me pareció incorrecto prestarme a lo que consideré una venganza cruel. Supongo que la flaquita adivinó mis pensamientos porque, sin que se lo pidiera, se puso a contarme cómo había sido su vida junto al dichoso Leobardo Constantino y las condiciones en que la había dejado: prácticamente en la calle, con la tarjeta sobregirada y un montón de deudas por aquí y por allá.

Después de oírla no pude menos que tomar su partido. A la mañana siguiente, cuando vi publicada la esquela, imaginé la expresión de felicidad de mi clienta y, en cierta forma, también me sentí una vengadora.

III

En otra ocasión llamó un señor que me conmovió mucho, lástima que no recuerde su nombre. Por el tono de su voz comprendí que se trataba de una persona muy mayor, terriblemente angustiada. Me dijo, llorando, que necesitaba publicar una esquela para informar a sus familiares y amigos que su mujer había muerto. Con muchas interrupciones y dificultades logró responder las preguntas obligadas y dictarme su mensaje; le pregunté de qué medida quería la esquela y me dijo: La que resulte más económica, o sea, la más chica. Después, como disculpándose, agregó: Lita fue el gran amor de mi vida y ahora tengo que despedirla con el aviso más pequeño. Es algo injusto, ¿no le parece?, pero sé que ella, dondequiera que esté, comprenderá.

IV

Por costumbre, por deformación profesional y para ver cómo está la competencia, cada mañana leo las esquelas que aparecen en otras publicaciones. Al leerlas imagino cómo eran los difuntos, desde su aspecto físico hasta la clase de vida que habrán llevado. Siempre termino por considerarlos seres afortunados porque no llegaron solos a su último momento, la prueba es que, en su nombre, alguien estuvo dispuesto a decir su adiós.

Leer los avisos fúnebres dedicados a recién nacidos o a niños que no alcanzaron a consumir los años de su infancia me resulta intolerable. Entonces, para sacarlos de esa realidad, les invento fiestas infantiles, amigos, compañeros de escuela, juegos, mascotas y hasta los imagino mayorcitos, esperando lo mucho que aún les reserva la vida.

V

Algunas veces las personas llegan con la esquela ya redactada. Recuerdo una señora que me mostró el texto con que deseaba acompañar la noticia del fallecimiento de su marido. Era largo. Se refería a maravillosas horas compartidas y bellos recuerdos. De pronto se puso a leerlo en voz alta y al terminar sustituyó el mensaje por otro de unas cuantas palabras: Como te quise, te querré siempre. Creo que hizo bien: ¿para qué decir más?

VI

A quienes vienen aquí jamás vuelvo a verlos. La excepción es Nicandro. Lleva años trabajando como parte del equipo de mantenimiento. Siempre que viene a mi área se queda un ratito platicándome acerca de su familia, en especial de su hermano Rodolfo, quien lo aventajó en aspecto físico, inteligencia, simpatía y, sobre todo, en suerte. En la procesadora de alimentos congelados donde Rodolfo empezó como mandadero, después de pasar por todos los puestos, en breve tiempo fue nombrado subgerente. Disfrutó poco tiempo de su ascenso, porque una mañana, al salir de una reunión de ejecutivos, cayó muerto. La empresa, agradecida por sus magníficos servicios, le publicó una esquela de media plana.

Nicandro, que nunca pudo aventajar a su hermano en nada, piensa hacerlo aunque sea por única vez. Para lograrlo, está ahorrando y le ha pedido a su mujer que, a su muerte, le publique un aviso mortuorio que abarque una página entera. Complacido por mi asombro, repite: ¿Se imagina? ¡Una plana entera!