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Relatos del ombligo

Espejos de Tláhuac, ayer y hoy

C

orría el año de 1517 cuando Moctezuma Xocoyotzin observó la aparición de un cometa en el firmamento, fenómeno que tomó como señal de algo que le era tan desconocido como atemorizante. Creyó que podía tratarse de un aviso sobre el retorno de Quetzalcóatl, y para estar seguro llamó a un grupo de cuitlahuacas cuya fama por sus facultades de nigromantes –rama de la hechicería con la que se adivina consultando las vísceras de los muertos– llegaba hasta los rincones más alejados de Mesoamérica.

Los hechiceros hicieron saber a su emperador que el cometa de cola larga y brillante era la señal de que no habría de ser más suyo el dios que estaba, y que llegaría el dueño de todo. En resumidas cuentas, los nigromantes, en voz del más sabio de ellos, dijeron a Moctezuma II que el imperio mexica se acabaría con todas sus instituciones y que entes poderosos llegarían para adueñarse del Anáhuac. Ante aquella profecía, el gobernante, presa del pánico, encolerizó y mandó matar al portador de tan terribles palabras –y a su familia– con la intención de que el augurio quedara enterrado, algo que no sucedió: los españoles llegaron y con ellos también el fin del mundo de los mexicas como hasta entonces lo conocían.

Cuando Cortés y sus hombres cruzaron por primera vez entre el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl quedaron maravillados ante la arquitectura, el urbanismo y el paisaje; de todo lo más cercano a ellos fue una isla llamada Cuitláhuac, lugar al que se dirigieron aún con el olor a la sangre que derramaron en su escala anterior, Cholula, sitio en el que 6 mil personas –entre ellas niños y ancianos– fueron masacradas ante la sospecha de una posible emboscada, algo que aprovecharon los asesinos para, además, enviar un mensaje a Tenochtitlan: no se andaban por las ramas, eran violentos e implacables hasta la letalidad, tanto que su dios, cuya imagen llevaban en una cruz, había sido asesinado mil 500 años antes por ellos mismos.

Entraron a aquella isla de grandes torres, puentes levadizos y enorme belleza para pasar la noche en Mixquic, hoy Pueblo Mágico de la alcaldía Tláhuac donde se celebra a los muertos como en ningún otro lugar del mundo, y sitio al que pretendieron cambiar el nombre por el de Venezuela –pequeña Venecia– sin éxito. Fue ahí donde se llevó a cabo el tristemente célebre –y por demás infodémico– intercambio de oro, plumas y piedras preciosas por espejitos con el que, a lo largo de cinco siglos, los mexicanos nos hemos burlado de nosotros mismos debido a la estrategia conquistadora de ocultar la verdad al crear leyendas –por decir lo menos– cuyo sentido ha estado dirigido a avergonzarnos de nuestra identidad para aspirar a una que no nos corresponde y a la que hoy nos seguimos resistiendo.

Los antiguos mexicanos no eran ingenuos, mucho menos ignorantes, tenían un largo prestigio diplomático resultado de la continua interacción con otras civilizaciones. Su protocolo, como también el de los europeos, era que cuando un pueblo conoce a otro se entregan regalos como muestra de buena fe. En aquella ocasión los españoles dieron chucherías, es cierto, así como también es verdadero que se ocultó que los mexicas sabían que aquellas baratijas no tenían valor alguno, y que no iban a arriesgar un posible escenario de arreglos diplomáticos por un reclamo sobre la calidad de los regalos recibidos. A pesar de ello, a los invasores no les interesó hacer amigos, sino súbditos para arrebatarles sus bienes materiales y espirituales.

Durante el cerco a la ciudad de Tenochtitlan los soldados españoles ocuparon, entre otras posiciones estratégicas, Mixquic y Cuitláhuac, donde cortaron las rutas de abastecimiento, pero los mixquicas se las ingeniaron para lograr suministrar a la ciudad no sólo alimentos, sino también insumos de guerra, osadía que pagaron caro tras la toma de la capital mexica: los españoles fueron especialmente crueles con ellos mientras, como hicieron adonde fueron, destruyeron su pueblo para levantar sobre él templos cristianos y uno que otro palacete, algo que devastó el aspecto del lugar, pero que no pudo hacerlo con la identidad de sus habitantes.

Aquella profecía que los nigromantes hicieron a Moctezuma Xocoyotzin no se cumplió al pie de la letra; si bien los europeos cambiaron dramáticamente las costumbres, el modo de vida y las tradiciones, éstas no murieron y encontraron la forma de integrarse a las impuestas para, sobre ellas, construir nuevos significados y así sumar a lo nuestro lo impuesto, con la resistencia a ello.