"La Jornada del Campo"
Número 174 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
 

EditorialDe la renta de la tierra a la renta de la vida

Los proponentes de la ingeniería genética defienden una visión reduccionista de la ciencia, piensan que la mejor manera de explicar las cosas es reduciéndolas a las unidades constituyentes mas pequeñas. Los críticos en cambio proponen un enfoque más sensible al contexto y orientado a los sistemas donde las interrelaciones e interdependencias son centrales.

Martha Herbert. Los efectos a la salud del consumo de alimentos transgénicos

La riqueza económica tiene muchos rostros algunos etéreos, intangibles, casi metafísicos como el del capital virtual que galvaniza las bolsas de valores o el de las buenas ideas que al ser patentadas devienen lucrativas. Aunque también los muy corpóreos recursos naturales pueden devenir riqueza económica si se cercan, si se embalsan, si se privatizan.

La tierra fue por mucho tiempo la base real y simbólica del poder y la fortuna. Dueños de los campos y de quienes los habitaban los terratenientes fueron los ricos por antonomasia y el enorme peso de la renta del suelo en las cuentas nacionales era un dolor de cabeza para los empresarios debutantes que apostaban a las actividades industriales (y también para sus portavoces políticos e intelectuales).

Con la multiplicación de las fábricas, la codicia se fue desplazando del suelo al subsuelo: al carbón, al petróleo, a los metales industriales… Pero pasaban los años y la tierra en que habitamos y nos alimenta seguía siendo fuente de riqueza económica, sobre todo porque con el crecimiento de la humanidad y la expansión de sus actividades los suelos fértiles y el agua dulce empezaron a escasear.

En eso estamos. Cuando el aumento de la población mundial, el cambio de hábitos alimentarios, el creciente uso industrial de los productos agrícolas, la pérdida de fertilidad de los suelos y los siniestros provocados por el cambio climático ocasionan alzas abruptas en los precios de los alimentos y las materias primas de origen rústico el campo vuelve a ser un negocio atractivo. Y los grandes capitales retornan a la querencia de sus ancestros. Pero ya no es la renta de la tierra la que los convoca, ahora es la renta de la vida.

El origen del modo de vivir de las viejas civilizaciones se puede rastrear en su forma de producir y en particular en su manera de trabajar la tierra; de esos pueblos se puede decir que eran lo que comían y la forma en que lo sembraban y cosechaban; así, hubo pueblos de maíz, pueblos de trigo, pueblos de mijo, pueblos de arroz… Con el capitalismo se invierte la relación. Al imponerse la lógica del lucro y el mercado, la ciencia y la tecnología se adaptan a los requerimientos del gran dinero y la agricultura deviene cada vez más un apéndice de la agroindustria trasnacional. Hoy comemos chatarra, metabolizamos chatarra y nos vamos volviendo chatarra.

A mediados del siglo XX se dio un paso importante en esta dirección con la mal llamada “Revolución Verde”: vertiginosos monocultivos mecanizados y de riego en los que se emplean semillas mejoradas y profusión de agroquímicos. Y con esto quedó claro que el gran negocio de la agricultura no estaba en sembrar, cosechar y comercializar sino en controlar los cada vez más cuantiosos recursos tecnológicos necesarios para producir: maquinaria, semillas, fertilizantes, herbicidas, pesticidas…

El avance decisivo en esta dirección ocurrió hace 40 años cuando por primera vez se modificó una planta con ingeniería genética, es decir mediante la manipulación in vitro del genoma… y de inmediato se solicitó una patente. La primera de esta clase se concedió en Estados Unidos en 1985 inaugurando con ello una nueva época agrícola en que lo que se privatiza ya no es el sustrato sino la planta misma. Un tiempo inédito en que el lucro no proviene tanto de la propiedad territorial como de la propiedad de las patentes sobre el genoma de seres vivos. En el cruce de los siglos transitamos de la renta de la tierra a la renta de la vida.

A partir de los noventa de la pasada centuria los cultivos transgénicos se generalizaron aceleradamente pasando de 1.7 hectáreas en 1996, a 27.8 millones de hectáreas en 1998, 44.2 millones en 2000 y 190 millones en 2021. El transgénico más cultivado es la soya, seguida del maíz y el algodón. Al principio la mayor parte de las siembras estaban en EU, hoy los países menos desarrollados ya superan a los desarrollados en extensión de cultivos transgénicos.

El capital, sus científicos y sus apologistas brindaban alborozados por la realización del sueño decimonónico de crear vida in vitro… y patentarla. Al descifrar el genoma los biotecnólogos creyeron que por fin se habían adueñado de los secretos productivos de la naturaleza pues sus componentes primarios podían ahora ser aislados, reproducidos y transformados en un laboratorio. Ya no con la hibridación entre especies de una misma raza o razas emparentadas como lo hacen desde siempre la naturaleza y los agricultores, sino entre razas y hasta reinos distintos.

Émulos del Creador, en el séptimo día de sus afanes los nuevos médicos brujos y sus patrocinadores proclamaron que habían creado seres vivos inéditos, originales, pasmosos, nunca vistos… organismos de fábrica que como una maquina o un material novedoso se pueden patentar y lucrar con ellos. ¡Aleluya!

Pero, a diferencia de Dios, los biotecnólogos no crean ex nihilo sino manipulando el germoplasma, un recurso natural diverso, entreverado y finito. Y así como al comienzo cercaron la tierra base de la agricultura, hoy buscan cercar la biodiversidad base de la ingeniería genética. Porque, aunque digan lo contrario, cuando patentan una semilla alterada no están patentando la presunta modificación sino el genoma mismo.

Los vertiginosos terratenientes de antaño han sido sustituidos por colosales corporaciones biotecnológicas. “Industrias de la vida”, dicen ellas, que producen semillas, herbicidas y pesticidas en “paquete”, y cuyas ganancias provienen en gran medida de que generan dependencia y quien las emplea queda enganchado y no le queda más que sufragar los costos crecientes de los insumos.

Esto de por sí es malo, pero hay algo todavía peor. La ingeniería genética se ha venido sofisticando, la actual “edición” es más rápida y precisa que los métodos anteriores y en la presente pandemia su empleo en las vacunas ha resultado de gran utilidad. Se trata sin embargo de una práctica riesgosa donde es literalmente de vida o muerte observar el principio de precaución.

Riesgos de la bioingeniería que en el caso de la agricultura son enormes porque la presunta “revolución transgénica” se sustenta en un garrafal malentendido, en una premisa falsa según la cual la clave de la vida radica en el genoma, de modo que controlando el genoma controlamos la vida. Y no. Los cromosomas en que está codificada le herencia de cada individuo son fundamentales pero la vida es la totalidad orgánica de los seres vivos; el conjunto articulado de animales, plantas y microorganismos incluidas sus relaciones de interdependencia y su sustrato geofísico. La vida es el ecosistema.

La vida es un complejo orden sistémico y la manipulación genética es una herramienta del todo insuficiente para manejarlo. Insuficiente y peligrosa pues al alterar dramáticamente una de las partes sin tener presente el todo puede generar desequilibrios catastróficos. Entre ellos la pérdida de diversidad a la que se refiere la mayor parte de los artículos de este suplemento.

En 2008 en una mina abandonada de la helada isla noruega de Svalbard se construyó el resguardo de genoma más grande del mundo: un Banco Global de Semillas que hoy dispone de más de un millón de muestras de alrededor de seis mil especies. La idea es tener una “copia de seguridad” de todas las plantas del mundo para poderlas reponer en caso de una catástrofe. Sin restarle importancia al colosal repositorio habría que tener presente que las semillas no son equivalentes a los bosques, las selvas, los manglares… de los cuales difícilmente puede hacerse una “copia de seguridad”, de modo que si por algo colapsan no será de mucho consuelo saber que en Noruega tenemos un millón de semillas congeladas.

¿Por qué si debiera ser evidente que la vida no es el genoma sino los ecosistemas en que los seres vivos nos reproducimos, las “industrias de la vida” y sus expertos se van sobre el más pequeño de los componentes y se desentienden del conjunto? Quizá porque la descomposición y la búsqueda de las claves en los elementos simples es un paradigma científico del que todavía no nos desembarazamos, pero también por una razón más obvia: las partes son patentables, el todo no. •