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Fue la mano de Dios
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▲ El director italiano Paolo Sorrentino (izquierda) junto con el actor Filippo Scotti protagonista de la cinta La Mano de Dios.Foto Afp
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l realizador napolitano Paolo Sorrentino ( La gran belleza, 2013; Juventud, 2015), posiblemente la figura más relevante en el cine italiano actual, propone en Fue la mano de Dios ( È stata la mano di Dio, 2021), su octavo largometraje de ficción, un inesperado vuelco a la confidencia autobiográfica. Por medio del personaje adolescente de Fabietto Schisa (Filippo Scotti), el cineasta elabora un doble tributo, primero a Nápoles, su ciudad natal, y luego a sus padres y a su excéntrica familia extendida, muy en el estilo de las evocaciones intimistas de su mentor artístico Federico Fellini ( Amarcord, 1973). La acción se sitúa en 1986, en vísperas de la copa mundial de futbol, año en que el propio Sorrentino cumplía dieciséis años, tal como su protagonista y alter ego Fabietto, y en el que su ídolo argentino Diego Maradona anotaba un histórico gol con la mano. El ambiente idílico y pintoresco en que transcurre la vida del protagonista juvenil se ve bruscamente trastornado cuando un accidente doméstico termina con la existencia de sus padres, mientras su decisión de asistir a un partido de futbol en lugar de viajar con sus padres, le evita venturosamente ser parte también de la tragedia. Quienes le rodean sentencian de modo supersticioso: Fue la mano de Dios. Esa intervención divina no es, como pudiera pensarse, la de algún creador supremo, sino de modo más providencial aun la de su propio ídolo deportivo.

El relato autobiográfico se construye a partir de una serie de viñetas pintorescas en las que participa una galería de personajes excéntricos que tienen una incidencia notable en el aprendizaje sentimental del joven Fabietto. Los padres, el comunista nostálgico Saverio (Toni Servillo, actor predilecto del cineasta) y su mujer María (Teresa Saponangelo), presencia encantadora que sobrelleva con humor y paciencia sus frustraciones de esposa engañada, son el objeto irremplazable de su adoración. Marchino (Marlon Joubert), su hermano mayor, un joven aspirante a actor siempre encaminado al fracaso, se presenta como el modelo exacto de falta de perseverancia que Fabietto debe evitar a toda costa para poder triunfar en la vida. Un director veterano de cine, Antonio Capuano, le señala a su vez, de modo desafiante, la responsabilidad y ventaja artística que supone primero valorar la belleza física y moral de todo lo que le rodea en su apacible y rutinaria vida napolitana, antes de pretender hacer carrera de cine en Roma, un destino todavía más distractor e ilusorio. De modo concluyente, será decisiva para el joven impaciente la intervención en su despertar sexual de dos poderosas figuras femeninas, la exuberante y sensual tía Patrizia (Luisa Ranieri), inalcanzable objeto de deseo, y la augusta matriarca iniciadora al placer físico, la baronesa Focale (Betty Pe-drazzi), personajes que le abrirán la vía, cada una a su manera, para una futura madurez emocional.

Paolo Sorrentino lleva a buen puerto su narración intimista con una sinceridad candorosa. Sin embargo, en Fue la mano de Dios se encuentra prácticamente ausente, o muy moderada, una de sus mayores distinciones, aquella observación crítica social, que con perversidad maliciosa, el cineasta plasmó memorablemente en La gran belleza, su inquietante radiografía decadentista. La influencia manifiesta y plenamente asumida en su trabajo del cine de Fellini, semeja por momentos más un lastre artístico que una contribución provechosa, ya que continuamente da lugar a excesos y barroquismos, facilidades expresivas y acumulación de estereotipos, que el consagrado director de Ocho y medio (1963) siempre manejó con mayor elegancia y destreza hasta lograr crear una atmósfera de ensoñación y delirio muy bien calibrada. No son pocos los momentos en los que Sorrentino carga innecesariamente las tintas de la excentricidad folclórica. De modo paradójico, el resultado de toda esta catarsis narrativa es una película artísticamente desigual, con momentos de franca autocomplacencia, pero también, cabe reconocerlo, con los destellos de un lirismo emocional que a la postre termina siendo entrañable.

Se exhibe en la sala 4 de la Cineteca Nacional. 21 horas. Disponible también en Netflix.