Número 170 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
 
Karl Marx.

Editorial Muerte por fuego Un agravio canónico

El epígrafe lo tomé de un viejo artículo periodístico y lo que ahí se narra no ocurrió por estos días y en alguno de nuestros países sino hace doscientos años y en Inglaterra. El desalojo fue en 1820 y su denuncia causó cierto escándalo en la prensa. Pero el texto citado, que se titula La duquesa de Sutherland y la esclavitud, es muy posterior y fue escrito con motivo de que en la recepción en Londres de la estadounidense Harriet Beecher-Stowe, autora de la célebre novela antiesclavista La cabaña del tío Tom, la duquesa de Sutherland se había mostrado escandalizada por el trato que se daba a los negros en Estados Unidos cuando unos años antes ella se había hecho de sus vertiginosas propiedades en Escocia quemando ancianas y masacrando a los campesinos gaélicos.

La duquesa de Sutherland y la esclavitud, apareció primero en The New York Daily Tribune, y meses más tarde en el periódico obrero The People´s Paper. Su autor es un alemán exiliado en Londres que para ganarse la vida escribía artículos periodísticos, mientras tomaba notas para un gran estudio sobre economía política y militaba en organizaciones de trabajadores, su nombre es Karl Marx.

Como nos cuenta Marx en ese artículo, la expropiación de los pobladores gaélicos venía de muy atrás sin embargo el golpe definitivo fue el despojo de alrededor de 322 mil hectáreas, donde unas 131 mil ovejas llegaron a sustituir a los 15 mil campesinos que antes las cultivaban. Los desalojados a quienes asignaron tierras junto al mar a razón de 0.8 hectáreas por familia, trataron de vivir de la pesca. Pero “cuando el olor a pescado se elevó hasta las narices de los grandes hombres estos husmearon la posibilidad de lucrar con el asunto y arrendaron la orilla del mar a los grandes comerciantes londinenses de pescado. Así, los gaélicos fueron expulsados por segunda vez”.

La denuncia publicada en New York Daily Tribune fue incorporada por Marx al capítulo XXIV de El capital, titulado La llamada acumulación originaria. Y no es casual, pues en un libro cuyo tema es la lógica económica del sistema capitalista y por tanto se mueve en el terreno de los conceptos y de la universalidad, el capítulo XXIV resulta atípico al narrar un proceso histórico específico: la expropiación de los productores directos que precedió al establecimiento del orden del gran dinero. En La llamada acumulación originaria Marx se ocupa del capitalismo desde el mirador de los agravios, desde la perspectiva del dolor y el sufrimiento que desde sus orígenes ocasiona un sistema que nació quemando ancianas y derramando sangre.

Un agravio es un perjuicio con fecha, con lugar, con rostro; un daño personalizado, una ofensa que indigna más porque tiene la concreción de los hechos y no la vaga universalidad de los conceptos. La explicación de los mecanismos de la “plusvalía absoluta” o de la “acumulación por desposesión” nos ilustra, pero no nos conmueve, la descripción de un despojo sí. Y sacude porque apela a nuestros sentimientos y no solo a nuestra razón.

Por esto Marx sugiere a los lectores no entrenados que empiecen a leer El capital por el capítulo XXIV. No por el primero sino por un capítulo narrativo y casi novelado donde no desentona un airado artículo periodístico de denuncia como es La duquesa de Sutherland y la esclavitud, pues ahí de lo que se trata es precisamente de exhibir los muertos que el capitalismo oculta en el closet, las víctimas que quedaron y siguen quedando a la orilla del camino, la sangre derramada en el proceso de implantar el totalitarismo del mercado.

La exposición de los agravios ilumina los males del sistema de un modo distinto al de crítica teórica que los devela conceptualmente. Los dos acercamientos son irrenunciables y complementarios: ni pura razón ni pura indignación. Pero su método es distinto: el del agravio es la denuncia de corte periodístico; el reclamo sostenido por imágenes fuertes, chocantes, conmovedoras… Y en el despojo de los campesinos de Escocia hay una situación extrema que se constituye en el vórtice de la denuncia, en la singularidad que estalla y universaliza el agravio: la vieja gaélica que se niega a marcharse y es quemada viva dentro de su casa,

La muerte de la anciana -que es a la vez la imagen extrema del despojo y la imagen extrema de la resistencia- ya había circulado mucho cuando la recuperó Marx en su artículo y luego en El capital. Por los meses en que ocurrieron los hechos escribieron sobre ellos entre otros el abogado y periodista irlandés Georges Ensor y el economista Leonard Simon de Sismondi. Y sin duda los conoció Johann W. Goethe quien por entonces había retomado su inconcluso Fausto, un poema dramático cuya segunda parte ya no se ocupa como la primera de las pasiones amorosas del protagonista sino de sus afanes posesivos. Una pulsión estrictamente económica que hace del Fausto crepuscular el paradigma ya no del burgués genérico sino específicamente del empresario, del acumulador compulsivo, del acaparador insaciable de todo lo que se pueda poseer. “¿Ambicionas la gloria?”, le pregunta Mefistófeles. “Quiero dominarlo todo, quiero poseerlo todo…. La gloria en sí no es nada”, contesta Fausto.

La acumulación como signo de la época es el tema de la segunda parte de Fausto. Lo que ahí el viejo Goethe quiere mostrar es la insatisfacción ontológica que acompaña a la incontinencia posesiva. Pero esto no le basta. Además de documentar la íntima desazón del expropiador quiere dar cuenta del mal social, del sufrimiento de los expropiados. Y para esto necesita una imagen vigorosa que patentice los padecimientos de las víctimas, el infinito dolor de los atropellados por el afán empresarial. Y esa imagen es la de la anciana gaélica que no quiso ceder y fue quemada viva.

En el poema dramático la víctima no es una vieja sino una pareja de ancianos: Baucis y Filemón, pero la idea es la misma. Fausto que está construyendo unos inmensos diques para ganarle terrenos al mar y edificar nuevos fraccionamientos habitacionales, contempla desde un mirador la enormidad de sus propiedades que se extienden hasta el horizonte. Pero una pequeña capilla, una casita y un bosque de tilos que no le pertenecen le impiden disfrutar plenamente de su imperio.

En ese momento suena la campana de la capilla: “¡Se extiende ante mí un reino sin límites, pero el insoportable sonido de la campana me recuerda que no están completos mis inmensos bienes! Ni el bosque de tilos, ni la casita que junto a ellos se levanta, ni la capilla cubierta de musgo me pertenecen… Quisiera cortar esos árboles para contemplar lo que he hecho, para abarcar de una mirada la obra maestra del espíritu humano. Quiero animar los inmensos espacios conquistados estableciendo en ellos infinitas viviendas…”.

Pero, igual que la anciana gaélica, Baucis y Filemón no aceptan ser reubicados a la que podemos imaginar como una versión de época de las actuales viviendas “de interés social”. “La resistencia y la obstinación hacen incompleta la posesión más bella”, sostiene frustrado Fausto. Y decidido a ponerle remedio instruye a su cómplice Mefistófeles: “Ve y haz que se marchen. Ya sabes cual es el pequeño edén que e elegido para esos dos ancianos”. “Se les sacará de ahí” responde acomedido y servicial su satánico socio.

Goethe.

Mefistófeles y sus tres matones se apersonan en la casa, golpean la puerta y como los viejos no abren le prenden fuego. Baucis y Filemón mueren abrasados.

Enterado de los hechos Fausto pretende evadir su responsabilidad: “No habéis entendido mis órdenes. Os mandé cambiarlos de casa no quemarlos…”. Pero las diosas de la justicia no entienden de escusas y esa noche se apersonan en su casa y lo dejan ciego para que de esta manera ya no pueda contemplar su obra.

La segunda parte de Fausto ha sido interpretada de muchas maneras, pero una de las lecturas más frecuentes es la que ve en el poema el drama de los “daños colaterales”; la incómoda evidencia de que, siendo necesario y deseable, el progreso causa dolor pues el viejo mundo se resiste a desaparecer. Alguien ha dicho que Goethe fue un adelantado del desarrollismo: cautivado por la modernidad, pero apesadumbrado por lo que con su establecimiento se pierde.

Quizá… pero es dudoso. Porque sucede que para terminar su obra el poeta eligió un agravio terrible, una acción obscena que ninguna presunta necesidad histórica puede justificar. El argumento de que el dolor de unos cuantos es aceptable porque abre paso al bien de muchos se desmorona frente a la imagen de una pareja de viejos muriendo entre las llamas de la casa que estorbaba el establecimiento de un desarrollo habitacional.