Editorial
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Perú: día histórico
D

espués de semanas de incertidumbre a causa de las maniobras derechistas para descarrilar el proceso electoral y el traspaso del gobierno, ayer Pedro Castillo asumió la presidencia de Perú. Luego de rendir protesta, el líder izquierdista pronunció un mensaje a la nación lleno de importancia política y simbólica. Su propia presencia en la máxima magistratura es un hito para las clases populares peruanas y latinoamericanas, pues como él mismo señaló, es la primera vez que este país será gobernado por un campesino; la primera vez que un partido político formado en el interior de la nación gana las elecciones democráticamente, y que un maestro rural es elegido para ser presidente de la república.

Frente al rey Felipe VI de España, quien acudió como invitado a la ceremonia de investidura, Castillo criticó la extracción de las riquezas naturales de los territorios indígenas durante la Colonia y el virreinato, periodo en el que se establecieron las castas y diferencias que hasta hoy persisten en el país andino. Recordó que fueron los minerales y la mano de obra explotada de los nativos americanos los que sostuvieron el desarrollo de Europa, y remarcó que estas iniquidades no pertenecen a un pasado remoto, en alusión a la desigualdad estructural que padecen los pueblos indígenas y a las condiciones ventajosas con que las trasnacionales mineras extraen bienes del subsuelo peruano.

En su discurso, el mandatario refrendó su compromiso de impulsar una reforma a la Constitución a fin de sustituir el texto impuesto en 1993 por el ex presidente Alberto Fujimori, tras disolver el Congreso. De aprobarse, el proyecto constitucional que Castillo enviará al Legislativo será sometido a un referendo popular, con lo cual el marco legal surgido del autoritarismo y mantenido por los sucesivos gobernantes por su carácter neoliberal será remplazado por una Carta Magna sometida al veredicto soberano de la ciudadanía.

Pero nada será fácil para el nuevo presidente, quien no cuenta con mayoría parlamentaria. Su triunfo electoral ya fue una victoria de la voluntad popular sobre una oligarquía desembozadamente racista y clasista, la cual cerró filas en torno a la candidatura de la delincuente Keiko Fujimori con tal de impedir el paso a un hombre que no proviene de las élites ni se ha plegado a sus exigencias. No puede olvidarse que en el transcurso de la campaña y en el periodo poselectoral políticos, empresarios, medios de comunicación y militares retirados hicieron llamados abiertos al golpe de Estado para impedir su investidura, y estos mismos sectores intentarán boicotear cualquier iniciativa que atente contra el régimen de privilegios construido a lo largo de siglos.

La presidencia que se inicia en Perú tiene clara resonancia con el proceso transformador que tiene lugar en México, no sólo por la intención del mandatario de convertir en museo el Palacio de Pizarro, actual casa de gobierno, con la finalidad de romper con los símbolos coloniales, sino también por ubicar en la corrupción el mayor lastre que enfrenta su país y por la promesa de retirarse de la vida política en cuanto termine su periodo de gobierno. Otro paralelismo evidente se encuentra en la presencia de un bloque opositor conformado por los beneficiarios de la corrupción que hoy se busca extirpar, quienes se niegan a renunciar a sus privilegios indebidos y ensayan todos los medios para recuperar por la fuerza lo perdido en las urnas.